Mi madre se empezó a morir siete meses antes del día de su muerte. Aquella madrugada me desperté aterrorizada y durante horas lloré la muerte futura. Me abatió la certeza, que me rompía el pecho en una sensación de ahogo. El llanto no cesaba. El mismo llanto que luego me faltó, ya gastado, consumido. Aquella mañana me levanté y desayuné con mi madre viva, pero que se me había muerto unas horas antes. Disimulé y tomé el café, compartí las tostadas. Hablamos de cualquier cosa. El llanto había lavado mi corazón, que brillaba como la piedra pulida por el río. Masticaba el pan crujiente y tomaba despacio el café. Una olla en el fuego. Las ventanas abiertas. El sol susurraba en cada rayo algo que no entendía. Que no llegaba a entender. Todo va a salir bien, tranquila, le dije. Y las dos evitamos mirarnos a los ojos. En el patio había una jaula de pájaros vacía. Olía a verano. Y a mar. Y el sol seguía hablando en un idioma extranjero.