El abandonado
Dicen que lo que más teme un niño es verse abandonado. Nos sabemos dependientes, necesitados de cariño. Cuando alguien nos abandona, se lleva algo nuestro: un pedazo de nuestra autoestima, un poco de nuestro orgullo y un trozo de nuestra alma arrancada de cuajo, sin anestesia. Nos dejan el dolor, el pesar, la sospecha, la culpa y unos cuantos recuerdos que, al principio, acuñamos en nuestra memoria para no olvidar. Los mismos que, tiempo después, nos esforzamos en borrar.
Si el padre de mi padre se hubiera muerto, todo habría sido más fácil. Sus familiares le habrían secado las lágrimas con un gran pañuelo blanco. Habría podido hundir su cabeza en el pecho mullido de mujeres que apenas conocía y que abrazándole le habrían consolado de su desgracia. Habría llevado un luto temporal, un trajecito de tergal negro que Leticia le habría puesto los domingos para ir a misa. Y lo que es más importante, habría podido mantener su amor hacia él. En cambio tuvo que esconderlo, taparlo, pisotearlo, asfixiarlo, convertirlo en odio.
Recordaba las largas noches cuando, despierto en la oscuridad, esperaba escuchar el crujido de unas pisadas que volvían arrepentidas. Las tardes perdidas mientras observaba a lo lejos a su madre que paseaba arriba y abajo, escrutando, ella a su vez, el horizonte.
Esperar como un acto de desesperanza que se convierte en humillación.
Soñar que la realidad es sólo un sueño y tiene un final feliz.
Anhelos de recomponer su vida que se estrellaban ante un muro de confusión.
¿Ha sido culpa mía? Se preguntaba el niño.
Y sólo el silencio le respondía.
Dicen que lo que más teme un niño es verse abandonado. Nos sabemos dependientes, necesitados de cariño. Cuando alguien nos abandona, se lleva algo nuestro: un pedazo de nuestra autoestima, un poco de nuestro orgullo y un trozo de nuestra alma arrancada de cuajo, sin anestesia. Nos dejan el dolor, el pesar, la sospecha, la culpa y unos cuantos recuerdos que, al principio, acuñamos en nuestra memoria para no olvidar. Los mismos que, tiempo después, nos esforzamos en borrar.
Si el padre de mi padre se hubiera muerto, todo habría sido más fácil. Sus familiares le habrían secado las lágrimas con un gran pañuelo blanco. Habría podido hundir su cabeza en el pecho mullido de mujeres que apenas conocía y que abrazándole le habrían consolado de su desgracia. Habría llevado un luto temporal, un trajecito de tergal negro que Leticia le habría puesto los domingos para ir a misa. Y lo que es más importante, habría podido mantener su amor hacia él. En cambio tuvo que esconderlo, taparlo, pisotearlo, asfixiarlo, convertirlo en odio.
Recordaba las largas noches cuando, despierto en la oscuridad, esperaba escuchar el crujido de unas pisadas que volvían arrepentidas. Las tardes perdidas mientras observaba a lo lejos a su madre que paseaba arriba y abajo, escrutando, ella a su vez, el horizonte.
Esperar como un acto de desesperanza que se convierte en humillación.
Soñar que la realidad es sólo un sueño y tiene un final feliz.
Anhelos de recomponer su vida que se estrellaban ante un muro de confusión.
¿Ha sido culpa mía? Se preguntaba el niño.
Y sólo el silencio le respondía.