martes, 9 de marzo de 2010

EL ESPANTAPÁJAROS


Cuando escuché hablar de Matthew Shepard quise hacer un poema, pero me faltó talento. Había algo salvaje, que me conmocionaba, en aquel chico que agonizaba sobre una cerca, con el rostro destrozado. Un ciclista le confundió con un espantapájaros, pero se detuvo porque le llamaron su atención los dos senderos blancos que las lágrimas habían formado sobre la piel ensangrentada. Sucedió en Laramie. Todos sabemos que el infierno tiene muchos nombres. El chico montó en el coche de aquellos dos tipos que querían jugar. Dame un motivo y te daré un muerto. ¿Qué le ofrecieron? Un poco de amor. Sexo. Mentiras de humo deshilvanándose en aquel coche con la calefacción encendida mientras fuera el frío engendraba agujas de escarcha. ¿Qué sueños tenía Matthew? ¿Qué piensa en su agonía un chaval de veintiún años? He mirado muchas veces su rostro aniñado. Su torso delgado y su pelo rubio. Lo encontraron congelado. Hubo gente que rezó por él mientras luchaba por su irrecuperable vida en un hospital de Wyoming. Yo, que fui educada en el respeto a los crucificados, en la veneración a las víctimas que no pueden elegir, le rezo a él. Matthew Shepard que estás en los cielos, dice mi oración. ¿Cuál es tu reino? ¿Existe? ¿Existirá algún día? ¿Cómo dignificar tu voluntad? Me pregunto si en ese lugar idílico en que mi imaginación le ha situado las palomas se suben a las palmas de sus manos abiertas. Si comen descuidadas el pan que él les da, despreocupado. Porque ahora ya no les asusta. Ya no da miedo. Porque allí donde todo es posible, el espantapájaros se vuelve amigo de los seres voladores.

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