sábado, 27 de febrero de 2010

Paris


De la sensualidad de la piedra. De la frialdad ocasional de la carne.

viernes, 26 de febrero de 2010

LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (5)

Las cosas de la abuela
Mi abuela Leticia había deseado tener muchos hijos pero Dios la había castigado y sólo le había dado uno, mi padre. Ella soñaba con una casa ruidosa y soleada, pero mi padre había sido un niño débil que jugaba sin hacer ruido y se reía pocas veces. En su casa el sol sólo entraba a última hora de la tarde, cansado, sin fuerza, y en invierno eran pocas las veces que un rayito se colaba en la cocina. Tampoco el abuelo había sido como ella había imaginado. Se escapó con él, se casaron a escondidas, tuvieron un hijo y un buen día él desapareció. Se lo tragó la tierra. Sólo a los cobardes se los traga la tierra. Nunca he visto que eso le ocurriera a un hombre cabal, a un hombre con los dos pies en el suelo, decía la abuela.
Pero a pesar de todo esto, la abuela Leticia no era una persona triste. Al contrario, habitualmente una sonrisa bailaba en sus labios y no era difícil hacerla reír. A la vez era una mujer misteriosa, con palabras secretas que nadie entendía y creencias un poco extravagantes que mi madre censuraba. Se pasaba tardes enteras mirando cositas que guardaba en un caja de latón. Coleccionaba estampas de la virgen, cordones viejos, hojas secas, una llave hueca que limpiaba de cuando en cuando con mucho cuidado, una bolita dorada, unas fotos antiguas de antepasados míos muy feos y unos recortes de periódicos amarillentos en los que apenas se podía leer nada.
— ¿Y esto qué es abuela? –le preguntaba.
Y ella me contaba historias muy bonitas.
— Este cordón –decía- pertenecía a los zapatos que llevaba puestos el día que me escapé. Esta bolita se cayó de la cama el día que di a luz a tu padre...
Y así se pasaba la tarde, hablándome de lugares que yo no conocía, de personas ya muertas, de historias ya olvidadas.

LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (4)


La presentación
Mi madre y mi padre se conocieron y se enamoraron. A ella le gustaban sus manos, a él su pelo rojo. Ella decía que su mirada era profunda; mirarle a los ojos era como asomarse a un balcón. El la consideraba trabajadora, limpia y sincera. Se querían de una forma tranquila. No les imagino con mariposas en el estómago y pájaros en la cabeza.
La primera vez que mi padre llevó a mi madre a casa, Leticia la examinó con detenimiento. Mi madre dice que con descaro. Mi abuela quería lo mejor para su hijo. A Leticia no le interesaba saber si sabía planchar, cocinar o hacer bolillos, pero sí le hizo algunas preguntas personales. Indiscretas dice mi madre. Para terminar, le preguntó mirándola a los ojos:
— ¿Seguirías a tu marido al fin del mundo?
Mi madre asintió con la cabeza.
— El fin del mundo está muy lejos -añadió Leticia.
Luego le contó que mi abuelo se había ido sin ellos.
Cuando acabó la visita mi madre besó a Leticia en la mejilla. Fue su primer beso y uno de los últimos. Leticia les acompañó a la puerta. Sobre la mesa de la salita quedaban tres tazas con restos de café, las miguitas de unas pastas azucaradas y unas expectativas difusas. Ya en la calle, mi madre respiró el aire fresco de diciembre con ansia. Se agarró del brazo de mi padre y caminaron en silencio. A mitad de camino, sólo por educación, dijo: tu madre parece una buena persona.
Al volver a casa Leticia comentaría a mi padre: las mujeres de pelo rojo traen mala suerte.

viernes, 12 de febrero de 2010

LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (3)

La abuela
Mi abuela se llamaba Leticia y era una mujer pequeña y dulce. Recogía su fino pelo cano en un moño y vestía como lo hacen las mujeres de los pueblos: de luto riguroso. Nunca la vi vestir de colores. Nunca le pregunté si tenía un color preferido. Delantales negros, faldas negras, blusas con botones labrados, también de ese color. Pero nunca olvidaré la vivacidad de sus ojillos de miel, su piel arrugada, envejecida pero suave, con cierta textura parecida a la cera. Sus manos eran un campo arado, un valle surcado por mil ríos, grietas en un suelo desértico... Pero a la vez eran mi guía, mi puente y mi salvación.
Recuerdo mi cuerpo de niña apoyado contra ella, las dos de pie, en el centro de la cocina. Sus manos sobre mi cabeza. Mi cabeza sobre su regazo. Si ella hubiera sido un árbol, habría escarbado un agujero en su interior para pasar el invierno. En primavera me dejaría mecer por el viento subida en sus ramas. Su espacio sería el mío. Deseaba compartir su geografía e historia.

domingo, 7 de febrero de 2010

PRESENTACIÓN EN BERKANA














































El viernes 5, a las 20:00, presentamos en Berkana el libro LAS CHICAS CON LAS CHICAS. Estuvimos presentes 11 de las 18 autoras. Al igual que en el libro, se apreciaba una pluralidad de voces, y distintos puntos de vista. El acto fue distendido, se leyeron fragmentos de los relatos, se habló de erotismo, de pornografía, de la necesidad de encontrar un lenguaje propio -el de las mujeres- para hablar de nuestro propio sexo.
Nos reímos mucho, y hubo muy buen ambiente.
Le doy de nuevo las gracias a Mili por haberme permitido participar en este libro.
JCA

miércoles, 3 de febrero de 2010

LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (2)

La esposa envidiosa
Limpia las ventanas, por dentro, por fuera, por dentro, por fuera.
Separa las lentejas: buena, buena, mala, buena, buena, buena.
Saca brillo a los zapatos, uno, dos, uno, dos.
Quita el polvo con el plumero y canta: “si yo fuera rico, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, da”.
Friega los cacharros y la espuma dibuja pulseras de jabón en sus muñecas.
Limpia la taza del cuarto de baño y, cuando tira de la cisterna, el agua se lleva sus ilusiones. Caen por la cañería, en una catarata que retumba contra el tubo de PVC.
La esposa envidiosa sufre, no tanto de su envidia como de su incomprensión. Ella envidia a Leticia, su suegra. Pero ¿qué tiene esa mujer que envidiar? Es vieja, pequeña, analfabeta y usa delantales. Pasea por el pasillo con sus zapatillas gastadas y murmura cosas que nadie entiende. Quizás hasta esté un poco loca. A la esposa le gustaría que Leticia se fuera a vivir a otro sitio, que les dejara en paz. Claro que la casa en la que viven es de ella pero ¿para qué están las residencias de la tercera edad?
A veces se siente cruel y empieza de nuevo a limpiar. Ahora las lámparas. Mira que cogen polvo... Moja un trapito en agua con amoniaco y limpia con atención cada una de las lágrimas de cristal de la lámpara del salón. Uno, dos, uno, dos. La luz atraviesa las lágrimas y despierta sus colores, dormidos bajo el polvo. ¡Qué diferencia! Brillan como nunca lo harán sus ojos.

PRESENTACIÓN EN BERKANA


LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (1)


El hombre serio

A veces, cuando el hombre serio te mira, sientes que algo se transforma en tu interior. Es como si, de repente, un carámbano helado cayera fulminado por un rayo de sol. Como ese olor a tierra húmeda que acompaña a la tormenta, capaz de despertar recuerdos lejanos que nos provocan una nostalgia salvaje… Así es su mirada. Su voz es suave y sus palabras educadas. No es fácil desanimarle. Tampoco hacerle reír. Vive en ese terreno abstracto de las personas pacientes y previsoras. En un universo inalterable en el que los cometas no cambian su rumbo, en el que todas las distancias han sido medidas. Todos los acontecimientos pronosticados…
El hombre serio, mi padre, me da de merendar pan con mantequilla. Me deja echarle azúcar, toda la que quiero. Le importa más mi sonrisa que mis dientes. Cuando me lleva de paseo, me sujeta la mano con precisión. Su mano me da seguridad; no me habla de cosas fáciles pero sí del cariño que derrumba murallas y rompe fronteras. Veo a través de él el mundo y, sin ser un lugar fácil, intuyo que será, en ocasiones, esplendoroso.
Por las noches, mientras duermo, sé que se acerca a mi cama. Con la yema de los dedos roza mi pelo, mi mejilla y, como no sabe sonreír, se lanza de cabeza a un pozo de ternura.