miércoles, 3 de febrero de 2010

LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (2)

La esposa envidiosa
Limpia las ventanas, por dentro, por fuera, por dentro, por fuera.
Separa las lentejas: buena, buena, mala, buena, buena, buena.
Saca brillo a los zapatos, uno, dos, uno, dos.
Quita el polvo con el plumero y canta: “si yo fuera rico, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, da”.
Friega los cacharros y la espuma dibuja pulseras de jabón en sus muñecas.
Limpia la taza del cuarto de baño y, cuando tira de la cisterna, el agua se lleva sus ilusiones. Caen por la cañería, en una catarata que retumba contra el tubo de PVC.
La esposa envidiosa sufre, no tanto de su envidia como de su incomprensión. Ella envidia a Leticia, su suegra. Pero ¿qué tiene esa mujer que envidiar? Es vieja, pequeña, analfabeta y usa delantales. Pasea por el pasillo con sus zapatillas gastadas y murmura cosas que nadie entiende. Quizás hasta esté un poco loca. A la esposa le gustaría que Leticia se fuera a vivir a otro sitio, que les dejara en paz. Claro que la casa en la que viven es de ella pero ¿para qué están las residencias de la tercera edad?
A veces se siente cruel y empieza de nuevo a limpiar. Ahora las lámparas. Mira que cogen polvo... Moja un trapito en agua con amoniaco y limpia con atención cada una de las lágrimas de cristal de la lámpara del salón. Uno, dos, uno, dos. La luz atraviesa las lágrimas y despierta sus colores, dormidos bajo el polvo. ¡Qué diferencia! Brillan como nunca lo harán sus ojos.