Las cosas de la abuela
Mi abuela Leticia había deseado tener muchos hijos pero Dios la había castigado y sólo le había dado uno, mi padre. Ella soñaba con una casa ruidosa y soleada, pero mi padre había sido un niño débil que jugaba sin hacer ruido y se reía pocas veces. En su casa el sol sólo entraba a última hora de la tarde, cansado, sin fuerza, y en invierno eran pocas las veces que un rayito se colaba en la cocina. Tampoco el abuelo había sido como ella había imaginado. Se escapó con él, se casaron a escondidas, tuvieron un hijo y un buen día él desapareció. Se lo tragó la tierra. Sólo a los cobardes se los traga la tierra. Nunca he visto que eso le ocurriera a un hombre cabal, a un hombre con los dos pies en el suelo, decía la abuela.
Pero a pesar de todo esto, la abuela Leticia no era una persona triste. Al contrario, habitualmente una sonrisa bailaba en sus labios y no era difícil hacerla reír. A la vez era una mujer misteriosa, con palabras secretas que nadie entendía y creencias un poco extravagantes que mi madre censuraba. Se pasaba tardes enteras mirando cositas que guardaba en un caja de latón. Coleccionaba estampas de la virgen, cordones viejos, hojas secas, una llave hueca que limpiaba de cuando en cuando con mucho cuidado, una bolita dorada, unas fotos antiguas de antepasados míos muy feos y unos recortes de periódicos amarillentos en los que apenas se podía leer nada.
— ¿Y esto qué es abuela? –le preguntaba.
Y ella me contaba historias muy bonitas.
— Este cordón –decía- pertenecía a los zapatos que llevaba puestos el día que me escapé. Esta bolita se cayó de la cama el día que di a luz a tu padre...
Y así se pasaba la tarde, hablándome de lugares que yo no conocía, de personas ya muertas, de historias ya olvidadas.
Mi abuela Leticia había deseado tener muchos hijos pero Dios la había castigado y sólo le había dado uno, mi padre. Ella soñaba con una casa ruidosa y soleada, pero mi padre había sido un niño débil que jugaba sin hacer ruido y se reía pocas veces. En su casa el sol sólo entraba a última hora de la tarde, cansado, sin fuerza, y en invierno eran pocas las veces que un rayito se colaba en la cocina. Tampoco el abuelo había sido como ella había imaginado. Se escapó con él, se casaron a escondidas, tuvieron un hijo y un buen día él desapareció. Se lo tragó la tierra. Sólo a los cobardes se los traga la tierra. Nunca he visto que eso le ocurriera a un hombre cabal, a un hombre con los dos pies en el suelo, decía la abuela.
Pero a pesar de todo esto, la abuela Leticia no era una persona triste. Al contrario, habitualmente una sonrisa bailaba en sus labios y no era difícil hacerla reír. A la vez era una mujer misteriosa, con palabras secretas que nadie entendía y creencias un poco extravagantes que mi madre censuraba. Se pasaba tardes enteras mirando cositas que guardaba en un caja de latón. Coleccionaba estampas de la virgen, cordones viejos, hojas secas, una llave hueca que limpiaba de cuando en cuando con mucho cuidado, una bolita dorada, unas fotos antiguas de antepasados míos muy feos y unos recortes de periódicos amarillentos en los que apenas se podía leer nada.
— ¿Y esto qué es abuela? –le preguntaba.
Y ella me contaba historias muy bonitas.
— Este cordón –decía- pertenecía a los zapatos que llevaba puestos el día que me escapé. Esta bolita se cayó de la cama el día que di a luz a tu padre...
Y así se pasaba la tarde, hablándome de lugares que yo no conocía, de personas ya muertas, de historias ya olvidadas.
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