viernes, 26 de febrero de 2010

LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (4)


La presentación
Mi madre y mi padre se conocieron y se enamoraron. A ella le gustaban sus manos, a él su pelo rojo. Ella decía que su mirada era profunda; mirarle a los ojos era como asomarse a un balcón. El la consideraba trabajadora, limpia y sincera. Se querían de una forma tranquila. No les imagino con mariposas en el estómago y pájaros en la cabeza.
La primera vez que mi padre llevó a mi madre a casa, Leticia la examinó con detenimiento. Mi madre dice que con descaro. Mi abuela quería lo mejor para su hijo. A Leticia no le interesaba saber si sabía planchar, cocinar o hacer bolillos, pero sí le hizo algunas preguntas personales. Indiscretas dice mi madre. Para terminar, le preguntó mirándola a los ojos:
— ¿Seguirías a tu marido al fin del mundo?
Mi madre asintió con la cabeza.
— El fin del mundo está muy lejos -añadió Leticia.
Luego le contó que mi abuelo se había ido sin ellos.
Cuando acabó la visita mi madre besó a Leticia en la mejilla. Fue su primer beso y uno de los últimos. Leticia les acompañó a la puerta. Sobre la mesa de la salita quedaban tres tazas con restos de café, las miguitas de unas pastas azucaradas y unas expectativas difusas. Ya en la calle, mi madre respiró el aire fresco de diciembre con ansia. Se agarró del brazo de mi padre y caminaron en silencio. A mitad de camino, sólo por educación, dijo: tu madre parece una buena persona.
Al volver a casa Leticia comentaría a mi padre: las mujeres de pelo rojo traen mala suerte.