La abuela
Mi abuela se llamaba Leticia y era una mujer pequeña y dulce. Recogía su fino pelo cano en un moño y vestía como lo hacen las mujeres de los pueblos: de luto riguroso. Nunca la vi vestir de colores. Nunca le pregunté si tenía un color preferido. Delantales negros, faldas negras, blusas con botones labrados, también de ese color. Pero nunca olvidaré la vivacidad de sus ojillos de miel, su piel arrugada, envejecida pero suave, con cierta textura parecida a la cera. Sus manos eran un campo arado, un valle surcado por mil ríos, grietas en un suelo desértico... Pero a la vez eran mi guía, mi puente y mi salvación.
Recuerdo mi cuerpo de niña apoyado contra ella, las dos de pie, en el centro de la cocina. Sus manos sobre mi cabeza. Mi cabeza sobre su regazo. Si ella hubiera sido un árbol, habría escarbado un agujero en su interior para pasar el invierno. En primavera me dejaría mecer por el viento subida en sus ramas. Su espacio sería el mío. Deseaba compartir su geografía e historia.
Mi abuela se llamaba Leticia y era una mujer pequeña y dulce. Recogía su fino pelo cano en un moño y vestía como lo hacen las mujeres de los pueblos: de luto riguroso. Nunca la vi vestir de colores. Nunca le pregunté si tenía un color preferido. Delantales negros, faldas negras, blusas con botones labrados, también de ese color. Pero nunca olvidaré la vivacidad de sus ojillos de miel, su piel arrugada, envejecida pero suave, con cierta textura parecida a la cera. Sus manos eran un campo arado, un valle surcado por mil ríos, grietas en un suelo desértico... Pero a la vez eran mi guía, mi puente y mi salvación.
Recuerdo mi cuerpo de niña apoyado contra ella, las dos de pie, en el centro de la cocina. Sus manos sobre mi cabeza. Mi cabeza sobre su regazo. Si ella hubiera sido un árbol, habría escarbado un agujero en su interior para pasar el invierno. En primavera me dejaría mecer por el viento subida en sus ramas. Su espacio sería el mío. Deseaba compartir su geografía e historia.