lunes, 8 de marzo de 2010

LA MISMA LUZ, LOS MISMOS COLORES (6)

La guerra
Cuándo empezó la guerra es difícil de determinar. Hay guerras que suceden en un período de tiempo, pero la naturaleza de las mismas es eterna. Quizás esta guerra existía ya, desde que el mundo es mundo, antes de que mi padre conociera a mi madre, antes de que mi abuelo abandonara a mi abuela, antes de que mi madre sintiera que Leticia me arrebataba de sus brazos. Era una guerra antigua: la batalla del querer, la lucha de los sentimientos...
Aunque el piso era bastante grande para las dos, aunque habitaban zonas bien definidas, ellas mantenían un enfrentamiento silencioso. Los territorios comunes eran los mejores para plantar bombas, efectuar emboscadas, espiar al enemigo. La abuela dejaba el suelo del baño perdido de agua cuando se bañaba. Y lo hace aposta, le decía mi madre a mi padre. Porque la abuela era muy limpia y cuando ella no estaba bien que lo secaba. Yo no soy la criada de nadie, decía mi madre. ¿Me has oído? Le preguntaba a mi padre que siempre había tenido un oído excelente. De nadie...
Y la abuela, cuando buscaba sus delantales, su toquilla o sus tupidas medias negras, comentaba:
— Yo creo que me las esconde, hijo.
— ¿Cómo te las va a esconder?
— Sí, como aquellas zapatillas que me tiró a la basura.
— Estaban rotas, madre.
— Con la de paseos que me había costado tenerlas así.
El amor de Leticia por mi padre chocaba con el de mi madre. Era un choque violento, dañino y destructivo.
El amor de Leticia por mí, hacía que mi madre girara sobre sí misma, volteara, rodara, se buscara y no se encontrara. Madre peonza chocando contra las esquinas.

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