"El tren se detuvo, y descendí los escalones metálicos sobre los que resonaron los tacones de mis sandalias. Siempre he pensado que las estaciones son lugares especialmente tristes, territorios de paso en los que fermenta el poso de historias inacabadas, fragmentos de vidas en tránsito. Me producen nostalgia, al igual que sus baños con azulejos húmedos, y puertas de madera en las que se graban arañazos que aspiran a la eternidad. El viaje había sido largo. Necesitaba ir poco a poco y, precisamente por eso, había rechazado el traslado en avión. Deseaba acompasar mi mente, mi cuerpo, mi miedo disfrazado de recelo. Cogí el pequeño trolley y me alejé de la estación, camino de la parada de autobús más cercana. El desasosiego me dominaba. Las puertas que no se cierran bien siempre quedan abiertas, había dicho mi terapeuta con su tono profético.
Cuando llegó el autobús, compré el billete y me senté junto a la ventanilla. Intuí que el conductor me miraba por el espejo, pero no le presté atención mientras rumiaba un monólogo interior hecho de fragmentos inconexos. Los fantasmas se despertaban y paseaban sin orden, limpiando el suelo polvoriento con sus sábanas ajadas. Todo había empezado aquí hacía cuarenta y tres años. Nací en el hospital de Irún en el año 66. Ese fue mi primer nacimiento, una mañana lluviosa y triste, muy triste, a pesar de ser verano. Tiempo después supe que ese día un barco se había hundido, y un par de hombres se habían ahogado. Y mientras aquella tragedia se masticaba, yo no quería salir. Quizás ya intuía lo que me esperaba al otro lado, esa lucha que siempre ha ido conmigo. Ese instinto del animal que continuamente está alerta, que nunca baja la guardia, porque si lo hace… Carne de cañón. Así me había sentido mucho tiempo.
El autobús avanzaba lentamente, y yo me refugié en esa lentitud, en ese deseo de detener el movimiento. Observaba las calles. Las reconocía, a pesar de sus edificios y sus comercios nuevos, en una extraña superposición de recuerdos e imágenes. Me sentía como si estuviera dentro de un sueño en el que la irrealidad era tolerable. Caminar sobre nubes. Volar. El mundo de los sueños es también nuestro mundo. Al pasar por la calle Al pasar por la calle El Pinar volví a ver al dentista al que mi madre me traía los sábados por la mañana. Por unos instantes fui de nuevo el niño al que no se le caían los dientes de leche, y abría la boca frente a aquel hombre de rostro serio y bata blanca. Los extraía de dos en dos. Dos perlas blancas y una nube de sangre en la boca. En el piso de al lado había una academia de baile, y mientras el dentista hacía su trabajo, yo escuchaba la música e imaginaba a las bailarinas hermosas, enfundadas en sus preciosos trajes. Ya entonces intuí, a través de aquella experiencia, que la feminidad extrema, que para mí representaban aquellas bailarinas, estaba unida a la sangre. La menstruación. El parto. Mujeres por cuyos muslos corrían hilillos de un rojo intenso. El sabor de la anestesia y los músculos faciales dormidos. La baba escurriéndose por la comisura de mi boca"
JCA
Fragmento de NACIMIENTOS, relato incluido en el libro publicado por Lurraldebus, noviembre 2009