miércoles, 28 de agosto de 2013

LAS BATALLAS SILENCIOSAS EN FACTOR CRÍTICO







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Domesticarnos: Las batallas silenciosas; de Juana Cortés Amunárriz
Domesticarnos: Las batallas silenciosas; de Juana Cortés Amunárriz


En Factor Crítico hablamos hoy de Las batallas silenciosas, de Juana Cortés, autora que ya ha pasado por estas páginas y que vuelve, en esta ocasión, de la mano de Baile del Sol, una de esas pequeñas editoriales cuya labor de resistencia desde los márgenes geográficos (canarios ellos) y genéricos (por su atención al relato corto y a los nuevos autores en español) merece todo el encomio que nosotros podamos darle.








Voy a hablar sobre un libro de cuentos que me ha fascinado. Por su lírica sencilla pero poderosa, por el caleidoscopio de emociones que suscita, por la habilidad con que se narran las batallas silenciosas que entablamos día a día.

En estos cuentos los personajes viven con carencias de las que, a menudo, no son siquiera conscientes, y que sin embargo orientan sus vidas hacia un punto u otro como el volante de un coche loco. Esas carencias suelen ser irracionales y en ocasiones rozan el absurdo —el amor por una mano en «El corazón en un puño», por un gato en «Los tres pies del gato»—, y siempre tienen que ver con la búsqueda de afecto.

De todas las emociones humanas, la que cimenta y construye los vínculos sociales es el amor. No podríamos tener un amigo, una esposa, una novia, un amante y ni siquiera un perro sin sentir algo de amor hacia ellos. Podríamos llamarlos amigo, esposa, novia o amante, podríamos bautizar a un cachorro recién nacido y alimentarlo y convivir durante años, pero si no existiera un vínculo afectivo jamás serían un amigo, una esposa, una novia o un amante. No sería nuestro perro. Sería un perro más, porque lo único que hace que una persona, un animal o una cosa sean especiales es el amor que sentimos por ellos.

El amor es el pegamento que nos une al mundo. Juana Cortés Amunárriz estudia sus efectos y variantes, cómo los seres humanos se comunican y establecen vínculos a través de él, y cómo estos vínculos nos transforman y nutren, cómo nos hacen sufrir y cómo de las decisiones que tomemos, de la valentía que demostremos a la hora de arrostrar el amor, depende nuestro proceso de madurez. En este punto, la incapacidad para entender los procesos afectivos nos conducen a la angustia, como la madre de «La misma luz, los mismos colores»:

Siempre tenía que hacer algo. Incluso cuando comía, lo hacía con rapidez, como si deseara acabar lo antes posible, para fregar lo antes posible, y así hacer un poco de punto lo antes posible, y merendar un café con una magdalena lo antes posible, y preparar la cena lo antes posible, para poder ver la tele lo antes posible, y así acostarse lo antes posible, para levantarse al día siguiente lo antes posible.

En el fondo, anida la incomunicación, la angustia de seres que piden amor, comprensión, alguien que los escuche y los consuele del primordial dolor de estar vivos, que es inseguridad y también desconcierto y un hacerse viejos poco a poco.

—Hemos tenido una inspección de Trabajo —decía mi padre.

—Ha llegado el recibo del agua —decía mi madre.

—(…) veo menos que un pez frito —decía mi abuela.

—Estoy harta de comer garbanzos —decía yo.

No puede fluir el amor si no nos preocupamos unos de otros. Si no nos escuchamos. Y en oposición al amor, surge el miedo.

Donde hay miedo no hay amor, y resulta casi lógico que, en muchas ocasiones, los cuentos de Juana Cortés adopten el tono de una historia de terror. Los personajes revelan sus temores, sus inconfesables pesadillas, lo que les atormenta, como le sucede a la protagonista de «Ojos azul hielo»:

Y cuando abría los ojos —una vez más Víctor hundido en la bañera, con su rostro azulado—, la observaba. El horror todavía en mis pupilas. Mi madre entubada. Sedada. La vida y la muerte se cruzaban, y mi cuerpo se convertía en una dolorosa encrucijada incapaz de sintetizar esos principios.

La mujer, poseedora de la capacidad para engendrar y dar a luz seres nuevos, asume por naturaleza un peso enorme. Es el peso de quien puede fabricar vida y se siente en la obligación de protegerla pero al mismo tiempo habita en un mundo que sabe hostil, donde el miedo campa a sus anchas. En esta ambivalencia los hombres –el hombre, como tal- no suelen entender la grieta que nace en el seno de las mujeres, que las trastorna y debilita.

Y cuando ellas piden ayuda, ésta no llega o llega demasiado tarde. Entonces las relaciones –los afectos- se agrietan a su vez y las madres no son tan buenas madres ni buenas esposas o novias o amantes. El miedo ha hecho su aparición y la mujer debe recurrir a otras mujeres – a su madre, a una hermana, a una amiga, a una amante- que supla el puesto del hombre, tan lejano, tan carente de la capacidad para comprender su dolor, su rotura, su debilidad ante la visión panorámica de un mundo hostil, interior y exterior.

Pero si aquélla –la madre, la hermana, la amiga, la amante- que debería enfrentarse al miedo, aquélla que posee la visión del campo de juego, por así decirlo, sucumbe a la duda y se agrieta también, el miedo ocupa el espacio vacante. Es el peor tipo de terror, la ausencia más agónica y desesperada, la tortura que dará lugar a nuevas grietas en todos aquellos que la rodean o que dependen de ella.

Y a pesar de todo, aunque la mujer llegue a proteger la vida –como es el caso de Carmen y Noelia en “Resurrección”-, esta ayuda tiene su precio. Por ejemplo, la suplantación de la identidad de madre, que sólo se recupera cuando la hermana salvadora y suplantadora desaparece. Sólo entonces Noelia puede ocupar el lugar que le pertenecía desde hacía muchos años.

Otra palada más y un pájaro revolotea entre las hojas de un árbol. O es su corazón al que le empiezan a crecer alas.

Los protegidos ceden la autonomía personal, la potestad de acción sobre la propia vida. Y entonces el amor se convierte en jaula, o siempre lo fue.

Por todo ello, el tono de los cuentos varía de la esperanza al suspense, de la seguridad aparente a la inestabilidad que subyace a la vida, tan frágil por definición porque, a fin de cuentas, y como se dice en Salvar al soldado Ryan, “aquí se viene para morir”.

Y, por supuesto, dentro de la mujer y del hombre habita la herencia. Una herencia que acarrea lo peor y lo mejor, como si en cierto modo fuéramos copias más o menos imperfectas de copias más o menos imperfectas de copias más o menos imperfectas. Borges abominaba de la cópula y de los espejos porque ambos multiplicaban al ser humano. Como interrogante de ese proceso biológico, nuestra naturaleza de máquinas que están condenadas a cometer los mismos errores que sus antepasados y los antepasados de éstos porque no pueden escapar a la factura más o menos similar, a la genética heredada.

Sin embargo, Juana Cortés incide –y mucho- en la voluntad humana de sostener los sueños a pesar de la rutina, de la mediocridad, de los ambientes enrarecidos que generan la sobreprotección o el aislamiento. Y estos sueños no son más que la voluntad de suplir las carencias emocionales, de cerrar las grietas que nos quiebran.

Poco a poco, algunos de los protagonistas ponen rumbo al lugar donde habitan sus anhelos, y lo hacen con naturalidad, sin grandes alardes de trama o piruetas estilísticas. Lo hacen como si no hubiera otra forma de encauzar los acontecimientos, como si el destino o el azar o Dios mismo hubiera decretado desde hace millones de años que las personas debemos sufrir para crecer. Que los sueños se consiguen cuando se lucha por ellos. Que nadie está tan encarcelado en su propia vida que no pueda cambiarlo con una simple pero determinante decisión.

La lírica que subyace a la rebelión de los personajes, a su crecimiento en ritos pequeños, a la perversión del amor en manos del miedo o de la rabia o de los celos, es tan poderosa que uno a veces tiene la sensación de estar leyendo poesía. Juana Cortés domina la cadencia del discurso de tal forma que la lectura es hipnótica, alternando frases muy elaboradas con otras tan cortas que a veces sólo son sintagmas -“Saltamontes en el prado, Saltamontes en las tripas” p. 49-, imágenes que impactan en el lector como balas de pensamiento en esas batallas silenciosas que se libran dentro de cada página.

También asoman toques de humor sutil, casi absurdo, que combina muy bien con la lírica sencilla del estilo. Como paradigma de él, dos extractos de “Los tres pies del gato”, un cuento en el que se conforma una suplantación emocional –el marido por una mascota-:

—Ya no me haces caso —protestaba yo (…).

—Podías ser más comprensivo —me censuraba.

—Si es que no me aguanta…

—Es que tú no pones de tu parte —decía mi mujer—. Ni siquiera le hablas.

—¡Que hable él!

—¿Cómo va a hablar? ¡Es un gato!

En fin, quedan muchas cosas que decir y habría que hablar de la iconografía de fantasmas y muertos, del género –humano y literario-, incluso de Virginia Woolf. Pero esto no es un ensayo, es sólo una reseña.

Terminaré parafraseando el siguiente fragmento de “La misma luz, los mismos colores”:

El cariño es un animal salvaje. Tenemos que domesticarnos. Tenemos que sentarnos una al lado de la otra y acostumbrarnos a nuestras presencias. A nuestros silencios. A nuestros olores.

Es imposible no recordar la escena de El principito en la que el zorro le enseña al protagonista cómo hacerse amigos. Primero debe acercarse poco a poco, todos los días a la misma hora. Lo alimentará, esperará con alegría la hora del encuentro. El animal irá aproximándose conforme tenga más confianza, acostumbrándose a su olor, a su voz, a sus manías. Lo aceptará tal y como es, en un proceso que el zorro llama “domesticación”. Tarde o temprano, sus vidas tomarán otros rumbos y ambos recordarán que tuvieron un amigo. Y todo ello merced a un proceso que es el de “Apprivoiser”, como se dice en francés, tal y como lo aprendí hace ya muchos años en Lyon, en un piso tranquilo donde una mujer llamada Simone cocinaba taboulé para tres jóvenes amigos a los que el rumbo de sus destinos acabaría por separar. pero el cariño domesticado sigue ahí, latiendo bajo la piel, por muchos años que pasen, “et ça c’est mervellieux…”

por Miguel Ángel Mala
Las batallas silenciosas
Juana Cortés Amunárriz
Baile del Sol
Tenerife, 2012
ISBN: 9788415019985
138 pp


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