5 de diciembre. En las calles principales de Sardinero brillan unas
prematuras luces navideñas que, junto con los escaparates engalanados con
espumillón rojo y motivos dorados, contribuyen a dar un aspecto un tanto
pretencioso a este miserable barrio obrero. Es viernes y el bar Los cuatro ases está lleno de
estudiantes ruidosos que celebran el fin de los exámenes. En la mesa del fondo,
la más próxima al cuarto de baño, a las diez y veinte de la noche, nace Julieta
Minero envuelta en una nube de humo. Abre los ojos, desnudita –vaya cuerpo, no
todo el mundo nace con quince años y esa piel dorada-, y sus padres, Raúl
Andrade y Tomás Sencillo, la cubren rápidamente con un mantel mugriento, sin
percatarse de que sólo ellos la ven. Andrade, dispuesto a demostrar al mundo
sus dotes como escritor, es hijo único de una familia bien venida a menos –su
padre, actualmente distribuidor de guías telefónicas a punto de jubilarse, se
pasea por el pasillo hasta altas horas de la noche con una pipa apagada y un
monóculo, debatiendo en solitario las teorías de Wittgenstein, mientras que su
madre, que un día diseñó los trajes de las novias más famosas del país, cose,
recose y vuelve a coser el mismo traje para aparentar un vestuario del que
carece-. Su amigo Sencillo, tímido y con un acné no superado, practicante sin
éxito de las prácticas de los mentalistas –por influencia de su mentor, Charles
G, con quien vive desde que lo recogió de un orfanato cuando contaba con siete
años-, se ha unido a Andrade en esta aventura literaria. Cogiendo entre los
dedos el cabello moreno que resbala por su espalda hasta alcanzar las nalgas, Andrade
le hace unas trenzas a Julieta. Sencillo le pinta un lunar junto al labio.
Julieta les observa curiosa. ¿Y ahora qué?, parecen decir sus ojos misteriosos.