lunes, 28 de septiembre de 2009

PREMIOS SHANGAY



MEMORIAS DE UN AHOGADO ha sido nominada como mejor libro de temática gay/lésbica, junto con:

EL MAL FRANCÉS, de Lluis Maria Todó (Egales)

LISZT TUVO LA CULPA, de Isabel Precolí (Egales)

TAN DULCE, TAN AMARGO, de Roberto Carrasco (Odisea Editorial)

Y TODAS LAS MALDICIONES DEL MUNDO, de Javier Quevedo (Odisea Editorial)

Y DE REPENTE FUE AYER, de Boris Izaguirre (Planeta)


El fallo será en Noviembre.
Votaciones en shangay.com

viernes, 18 de septiembre de 2009

CUERPO - Poema Queer

Cuando el cuerpo dejó de ser el cuerpo,
para volverse fábrica, pescadería,
vertedero,
abominaste de él,
dejaste de amarlo.
Envolviste en cinta aislante tus pechos,
porque no los querías,
y te colocaste un dildo entre tus piernas
para follarte a quien amabas,
a quien odiabas,
para dar por culo al mundo entero.
El cuerpo dejó de ser cuerpo reconocido,
para volverse experimento.
También fantasía.
Pero había más de ti en el cuerpo inventado
que en el otro, el viejo,
abandonado, moribundo y dolorido cuerpo.
Había más de ti en las prótesis de plástico,
que en la carne tibia.
¿Cuánto tiempo tardarías en reconocerlo?
Hasta que un día, el cuerpo destronado,
recuperó su dignidad de mapa,
de pizarra,
para volverse estructura,
sostén que permitía
la reconstrucción continua.
Ahora lo reutilizas, reciclas sobre tu carne.
Te vas, pero vuelves.
Estás volviendo.
Y una y otra vez.
Porque, como has descubierto,
nada es estático y rotundo.

JCA

miércoles, 16 de septiembre de 2009

XXY


Quisiera hacer un pequeño comentario de XXY porque, además de ser una gran película, bella, original, muy viva, nos ofrece a través de unas imágenes cautivadoras una historia que altera la percepción habitual del género, de la identidad, del deseo. Estos tres puntos que he comentado brevemente en entradas anteriores se combinan creando una historia diferente, que es capaz de agitarnos, de conmovernos, de arrebatarnos.
Alex es hermafrodita, y su sexo aparente es el femenino, si bien su miembro masculino está ahí, condenándola a la diferencia. En la película se trata la reasignación de género mediante cirugía como una posible solución. La reasignación busca una solución desde y para el exterior, pero hay contar con que puede resultar inadmisible para quien la sufre. También deja entrever los peligros que entraña dicha medida si la asignación es equivocada, o simplemente no deseada. Pero, ¿por qué pasar por una cirugía? ¿Siente necesariamente Alex la necesidad de ajustarse a un criterio estándar, femenino o masculino? Junto a la indeterminación que acompaña su género físico, Alex, en plena adolescencia, también vive una identidad de género confusa. Aparentemente femenina, se resiste a negar su masculinidad. El tercer elemento que llama la atención del espectador es el deseo de Alex. Intuimos un deseo confuso, que se concretiza en la relación sexual que Alex mantiene con Álvaro, en la que ella toma la iniciativa y asume el papel activo durante la penetración. Esta escena me pareció original, impactante. En ella se condensaban los tres puntos; el cuerpo de Alex (aparentemente femenino), su identidad (masculina), su deseo (homosexual). Todo ello en aquel cobertizo, resumiéndose en el asombro del chico que es penetrado, y la mirada del padre que ve lo que no quiere ver.
XXY es una historia preciosa sobre la diferencia, contada con mimo, con cariño. Una película que nuestros chicos deberían ver, para desintoxicarse de tanto Disney Channel y de esos estereotipos que predican una vida fácil, entre risas enlatadas y bailes colectivos. Películas en las que el sexo físico es inmutable, la identidad sexual no existe –porque se obvia-, y el deseo está siempre determinado.

La página de la película es buenísima.

jueves, 10 de septiembre de 2009

FANTASIAS

Sus manos en las caderas. Las yemas de los dedos presionando en el límite del dolor. Su aliento en el cuello. La respiración entrecortada. Antes, cuando hacía el amor con su marido, su mente volaba como una cometa con las cuerdas tensas, arriesgando en cada pirueta. Pero, desde hacía algún tiempo, el placer de planear había desaparecido. Todo se había reducido a unos movimientos rítmicos. Fricciones entre dos cuerpos totalmente carentes de pasión. Amaba a su marido, aunque amar siempre le había parecido una palabra presuntuosa. Pero la rutina, con la mecánica de un tractor, había aniquilado la ilusión. Y la pasión. Y las mariposas en el estómago. Se folla con la cabeza, pensaba ella. Y mi cabeza está embotada. Sin embargo, si cerraba los ojos e imaginaba a otro hombre, su placer era mayor. Era una fantasía íntima que se sentía incapaz de compartir. Hasta que un día conoció al hombre que había imaginado. Lo reconoció por su olor a tabaco. Su sonrisa torcida. Su mirada inquieta. Sin duda aquellos eran los dedos que conocían su cuerpo y sabían abrirlo y cerrarlo a su antojo. Lo deseó sin palabras. Fue una descarga eléctrica entre sus muslos. La atracción era mutua e intentar contenerse parecía sólo un despropósito. Cada paso que daba le conducía en la misma dirección. Quedaron en un hotel próximo al Retiro, una tarde de lluvia intensa. Él llegó primero. Se desnudó y dobló con cuidado su ropa interior. Ella prefirió dejarla desordenada sobre la moqueta. Le molestaba tanta corrección. Cuando la abrazó ella sintió que se lanzaba de cabeza a una piscina helada. Luego cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y, mientras él lamía su cuello, imaginó que hacía el amor con su marido.

Juana Cortés Amunárriz

Relato publicado en la revista AGITADORAS en el mes de junio 2009

miércoles, 9 de septiembre de 2009

ARAÑAS

Todavía no sé si fui afortunado o si, en aquellos años de indecisión, labré definitivamente mi futura infelicidad. Alba usaba vestidos de tergal que confeccionaba su madre; había sido una niña disciplinada de leotardos oscuros y sonrisa débil. Inés, en cambio, era una tejedora de hilos, de telas de araña, en las que yo quedaba atrapado, convertido en insecto por su deseo. Alba tomaba mostos, e Inés whisky con soda, como las protagonistas de novelas de calidad ínfima, y movía la copa para que los hielos sonaran provocadores. Alba recogía su pelo oscuro en una cola de caballo, Inés sacudía su melena clara. Algunos de sus cabellos caían sobre la moqueta y se quedaban allí, dormidos, hasta que una mañana, al recibir un rayo de sol inoportuno, brillaban como un tesoro y me traían su recuerdo, su ausencia, avivando mi vértigo de momentos felices. Alba era cuadrada, de ángulos rectos, pero Inés tenía un contorno difuso y variable según sus estados de ánimo. La naturaleza de una era sedentaria, la de la otra exploradora –Inés se escapaba con facilidad por las rendijas y antes de que me diera cuenta, se subía en una nube y se alejaba de mí en un vuelo sin motor-. Vivía en dos posibilidades, en dos mundos distintos, y evitaba la decisión que los alejaría sin remedio. Las dos conocían la existencia de la otra y la aceptaban, como una enfermedad hereditaria, un percance temporal que tarde o temprano pasaría. Jugamos así unos cuantos años, de encuentros racionados, de placer dosificado, hasta que, una noche empachado de palomitas tras una sesión doble de cine, fijé una fecha para mi boda con Alba. Tuve miedo de la naturaleza depredadora de Inés y, cobarde, rompí la tela y huí. Di la espalda así a un futuro de cigarrillos mentolados, y me alejé de su pubis depilado, de sus pies pequeños, blancos, perfectos. Abandoné su amor extravagante por un amor mediano, de siestas aburridas. Alba y yo compramos un piso de protección oficial y pintamos las habitaciones de colores, aunque no acertamos en ninguno –predominó su falta de criterio y yo no supe enderezarla-. Ante mi sonrisa estúpida, ella eligió los muebles que decorarían mi futura existencia. Ya entonces intuí a lo que me enfrentaba, pero seguí adelante con el valor de los cobardes. Pocas horas antes de la boda, pisé las últimas dudas con uno de los tacones de mis zapatos nuevos y cuando acabé con ellas, o al menos las silencié, encendí un cigarro y me miré al espejo. Me encontré cara a cara con el hombre más estúpido del planeta. La tarde era lluviosa, las nubes grises, la luz plomiza. El traje de novia se mojó los bajos y la humedad se extendió como una plaga hacia las caderas de Alba. No quise pensar que era un presagio. El banquete fue modesto, el cava mediocre, el brindis desapasionado. Con cada uno de esos detalles me alejaba de Inés y, en cierta forma, de mí mismo. Luego los años centrifugaron mi amor inconsistente, que quedó descolorido y encogió hasta amoldarse a tardes de fútbol y a niños que se constipaban y tomaban jarabe de fresa. Cuando mil años después, casualmente, volví a ver a Inés, araña madura, todavía hermosa, fui consciente de mi vida no vivida. Ella ni siquiera reparó en mí, caminaba subida a sus tacones, con su cuerpo elástico y sus caderas firmes de mujer apasionada. Volví a casa herido por el influjo de su imagen, y, en ese momento, sucedió. Como si la viera por primera vez, me fijé en Alba, que preparaba la cena. Observé sus movimientos, sus medias negras, el vello de sus brazos, y, súbitamente, sentí el pánico que acompaña las revelaciones. Cómo no me había dado cuenta antes… Alba también era una araña, pero de otra especie. Se trataba de una maldita araña común. De repente entendí que ella también había tejido su tela, con sutileza, y era allí donde yo vivía, atrapado, sin esperanza. Sentí un extraño dolor, una rabia muda. ¿Cómo has pasado el día, cariño? Me preguntó Alba, pero no le contesté, concentrado en mis pensamientos hostiles. En ese mismo momento decidí mi plan. Administré el insecticida en dosis muy pequeñas para evitar que descubriera su sabor. Fue así como meses después Alba desaparecía de mi vida. Me deshice de los muebles y pinté la casa de color blanco.
A día de hoy me he vuelto bastante maniático y evito los insectos de cualquier tipo.

Juana Cortés Amunárriz




Relato Publicado en la Revista AGITADORAS de mayo 2009

SILENCIO

Tus ojos. Tu boca. Estás sentada justo en frente de mí. Nos separan tan sólo seis palmos de mesa, y lo único que hago es observarte y pensar en todo lo que ha sucedido. Ha sido un error, has dicho. Luego el silencio. Surge la duda, asomando su cabeza calva y deforme. ¿Ha sido un error porque las cosas no han salido como esperabas, o porque te alejaste de mí? Sería importante conocer la diferencia. Podría ayudarnos a tener una visión más clara de este tema del que no hablamos. Porque el café gira. Porque yo te miro. Porque el silencio es como un prado amarillento que crece en estos seis palmos de mesa que nos separan. Una llanura inabarcable.
Estás más cerca y más lejos que nunca; las distancias han cambiado. El corazón es otro. ¿Sabes cómo te sientes después de un centrifugado? Parece que la cabeza se te va a caer a pedazos. Silencio. Sólo silencio. Ahora hablan mis ojos. Las fosas nasales se abren como las de un animal embravecido. Hace un mes y medio que te marchaste. No estoy segura, dijiste. Necesito tiempo, dijiste. Después de seis años de convivencia. ¿En qué puto terreno crecieron esas dudas? Las paredes de casa se movieron bajo el influjo de tus palabras y todo parecía más pequeño. Cogiste los libros de Spambauer y tus cds de música pop inglesa. Te llevaste también dos cuadros de la sala: el caballo de dos cabezas y el paisaje lunar. Entonces aparecieron esos horribles cercos, esas sombras que confirmaban que lo nuestro había durado el tiempo suficiente como para que la casa necesitara una mano de pintura. Seis años. Me miraste desde la puerta con dulzura. Como Judas miró a Jesús, pensé más tarde. Porque entonces todavía no sabía nada de ella y sólo sentía la caricia helada de tus ojos.


Tu ausencia, el hueco de tu cama, la lavadora a medias, las vitaminas que olvidaste encima del microondas y que era incapaz de tocar, sacaban punta a la realidad. Y caían virutillas de vida sobre el suelo. Y la realidad se me mostraba afilada, con su punta gris, dispuesta a clavarse en mis ojos. Doloridos. Pero en una ciudad como la nuestra no hacen falta seis pasos para estar interconectados. Dos o tres son suficientes. Pronto supe que Sabina había vuelto, tras años de ausencia, y la estabas viendo. A tu ex, aquella de la que no querías hablar nunca. Y yo que pensé que el silencio en el que la habías enterrado era el de los muertos... Me equivoqué.


Sabina es un nombre de árbol. Es un nombre extraño, aunque cualquier nombre, el más feo, el más trivial, puede romper una vida. Nunca creí que algo así pudiera sucederme a mí. Porque eso le ocurre a los otros, y puede ser que, en el fondo, hasta se lo merezcan. No como yo, que lo estaba haciendo bien —somos herederos de una herencia cristiana que premia el esfuerzo. No, realmente no me lo merecía, porque yo me esforzaba. En quererte. En hacer las cosas bien y tenerlo todo a punto. Las endivias tiernas. El pollo empanado crujiente. Lesbianas enamoradas, con un apartamento bonito y una vida tranquila. Una vez al año hacíamos un viaje a un lugar exótico.


Tu mirada de Judas. Seis años. ¿Por qué nunca me hablaste de ella? Me dejaste sin brújula, empujada por los vientos del desierto. Los cercos en la pared. Los huecos en la librería. Yo, pudriéndome en un sofá, con la tele puesta, con un bol de palomitas y una manta para cubrirme si me entraba sueño. Me seguía esforzando. En salir adelante. En vivir, aunque malditas las ganas. Los días malos, ensimismada, las palomitas se chamuscaban. Incomibles. Palomitas carbonizadas. Y la peli era un horror. Y me empezaba a asfixiar en el sofá, que me atrapaba como si fuera un pozo de arenas movedizas, aquí, en nuestro propio salón. Mi salón, quiero decir. Y encendía un cigarro, porque había vuelto a fumar. Y sólo pensaba en desvanecerme, en dejarme llevar a ninguna parte. No estoy segura dijiste, y esa noche, la última que pasamos juntas, ya no jugueteaste con mis pezones. Ya no buscaste mis labios. Ignoraste el grito de mi coño. Yo también pasé a ser silencio. La mirada de Judas.


Pero me esforcé en salir adelante. Tenía que reinventar la historia, volver a respirar. Y así cambié de perspectiva. Porque más allá de tus dudas, ¿qué había? Sabina, aquel sol cegador que había derretido mi mundo. La imaginaba más guapa, más femenina, más lista y divertida que yo. Su cutis suave. Su risa alegre. Su cintura estrecha. Sí, me empujó una malsana curiosidad. Necesitaba comprobar que era humana, que a ella también se le caía el pelo en otoño y que la enfermedad se le notaba en el aliento. Humana. Como tú y como yo. Mujer a fin de cuentas. Y es que no podemos luchar contra los fantasmas. Por eso la busqué. Fue fácil provocar un encuentro casual. Muy fácil.


Y ahora estás tú aquí. Dicen que tan sólo seis grados de separación nos unen con cualquier ser del planeta, pero a nosotras nos separan seis palmos de mesa. Fue un error, has dicho. Tu excusa. Tu forma de pedir perdón. Y mi silencio. Porque no sé cómo explicarte que todo es distinto. Si cambias el punto de vista, cambia el mundo. Y yo tenía que hacer algo. La basura llena de palomitas chamuscadas, el cenicero a rebosar de colillas... Fuiste tú quien me empujaste. Me empequeñeciste tanto que tuve que engrandecerme para no desaparecer por una rendija. La busqué a ella para encontrarme a mí. Pura supervivencia. Tú la hiciste diosa, y yo la quería convertir en mortal.


Los vértices de un triángulo. Suena el móvil en este silencio denso, pero no lo cojo. Las dos sentadas a la mesa. Ha sido un error, has dicho. Pero yo no te he contestado, como tampoco contesto al teléfono. Sé que es Sabina que me busca, que me quiere, que no puede vivir sin mí. Es humana y he descubierto sus debilidades. Conozco el olor de su cuerpo, el quejido de su garganta, el vacío de sus ojos cuando me despido de ella. Cuando introduzco mis dedos en su vagina cálida, cierra los ojos y jura que el mundo es de color azul.
¡Qué extraño triángulo! Tres corazones latiendo a la vez pero con distinto ritmo. No estoy segura, le he dicho a Sabina. No estoy segura, te digo a ti.


Necesito tiempo. Al igual que las paredes de la sala necesitan una mano de pintura. Para borrar esos cercos, esas sombras tan molestas. El rastro del caballo bicéfalo que nadie quería, que había crecido huérfano en una esquina de la tienda de cuadros. El paisaje lunar, desolado, esos cráteres grises y marrones, como una piel humana vista de cerca, con una lupa gigante. Una mano de pintura y desaparecerán seis años de recuerdos. Seis grados de separación. Seis palmos de mesa.
Y en medio de este silencio que nos envuelve, despiadado, el móvil suena. Incansable.



Juana Cortés Amunárriz



Relato publicado en la Revista AGITADORAS de Abril 2009

sábado, 5 de septiembre de 2009

La diferencia


LA DIFERENCIA

Escuchó la puerta, pero siguió amaestrando la camisa rebelde, las mangas, los puños, sintiendo el calor de nube volcánica que venía de la plancha. Esperó el saludo del chico, hola, mamá, su beso seco, el ritual de todas las tardes. Pero, para su sorpresa, él pasó a su lado, evitándola, y se encerró raudo en su habitación.

— Nicolás, ¿qué sucede?

Sara había visto algo; le había parecido que su hijo tenía el rostro amoratado. Una pelea, se dijo. Esas cosas sucedían, cosas de críos. Pero por dentro la angustia le crecía como una enredadera e iba paralizando sus explicaciones, asfixiándola.

El chico bloqueó la puerta. El pestillo, aquel pequeño trozo de metal, hasta ahora inocente, ignorado, sin sentido, aislaba a su hijo del mundo. Le apartaba de ella.

— ¡Nicolás!

Le hubiera gustado hundirse en la paz de un contacto mágico, como el de la ola que muerde la arena seca, la penetra, la posee y la enriquece. Deseaba sostenerle entre sus brazos, retenerle contra su cuerpo, a pesar de que había llegado el tiempo de no tocarse. Nicolás tendía al silencio, quizás porque sus sueños estaban llenos de ruido.

Golpeó la puerta con los puños. Gritó el nombre de su hijo. Ya no era la madre tranquila, ahora era una mujer asustada. Nicolás, eres mi vida. Si tú sufres, yo sufro. Nicolas se alejaba, y ella no sabía cómo evitarlo. Claro que él sabía que ella estaba allí, como siempre había estado, cerca, próxima, vigilando sus movimientos, sus pasos, como un mastín. Pero la adolescencia había quebrado su comunicación habitual. Los estados de ánimo contaminados por los vientos también contaminados.

Sentada en el pasillo, Sara se dijo que siempre había sabido que ese momento llegaría. No lo había pensado nunca así, fríamente, pero lo había intuido. Nicolás, con su carácter introvertido, tímido. Nicolás, cangrejo ermitaño, capaz de vivir escondido en su concha. Él era de los que no peleaba, aunque le quitaran los juguetes, aunque le empujaran o le tiraran al suelo. Nicolás permanecía quieto, con su boquita abierta y sus preciosos ojos se humedecían lentamente. Esa forma en que la humedad se transforma en gotas, las gotas en regueros, los regueros en inundaciones.

Sólo cuando llegó la hora de la cena, Nicolas abrió la puerta. Sara vio entonces el golpe en la mejilla, el hematoma que se extendía hasta el ojo derecho. Un campo de lavanda, pensó. De lavanda herida. Flores aplastadas, derrochando su tinta.

— No es nada —dijo él.

Durante ese tiempo de espera Sara se había tranquilizado.

— Vamos a hacer la cena.

Una vez sentados a la mesa, la madre le preguntó si quería hablar. El chico dijo que no con la cabeza.

No sólo era tristeza, o rabia lo que sentía Nicolás. También era confusión. No sólo odiaba al imbécil que le había golpeado, se odiaba a sí mismo. Se odiaba tanto que él mismo se hubiera herido. Hubiera pataleado su propia espalda, indefensa, tumbado en el suelo. Se detestaba. Se podía ver desde fuera, como si él formara parte de aquellos ojos que habían observado aquel acto, la pelea entre dos chavales, mejor dicho, el ataque de un chaval sobre otro que no respondía, que no reaccionaba, como si no fuera con él aquel insulto, aquella provocación. Crueldad, pero también cobardía. Y él, Nicolas, víctima, se convertía a la vez en verdugo de sí mismo. Por ser tan complicado. Por ser tan gilipollas. ¿Por qué no podían gustarle las mismas cosas que a los demás? ¿Por qué no se identificaba con ellos?

Crecer. Crecer muy solo. Crecer torcido.

— ¿Seguro que no quieres hablar? Nicolás, escucha...

El chico la miró y hubo un encuentro de sus miradas. Sara suspiró. Sólo deseaba reconciliar a su hijo con el mundo.

— La pelea más importante no es hacia fuera —dijo.

El chico jugueteaba con los espaguetis, los enroscaba en el tenedor para luego desenroscarlos. No tenía hambre.

— La batalla fundamental es hacia dentro.

Nicolás bebió un poco de agua. Sentía un nudo en la garganta.

— ¿Entiendes de qué te hablo?

La rabia. Las ganas de hacerse daño. La soledad de los cangrejos.

Por la mejilla amoratada de Nicolás corrió una lágrima. Y luego otra. Y Sara supo que había dado en el clavo.

Su mano buscó la del chico, la atrapó, y las dos, una sobre la otra, reposaron sobre la mesa. Mano sobre mano. Piel sobre piel. Y las manos permanecieron unidas, desafiando al mundo, hasta que las lágrimas cesaron.

* * *

Estas son algunas de las definiciones de la palabra “diferencia” según el diccionario de la RAE.
1. Cualidad o accidente por el cual algo se distingue de otra cosa.
2. Variedad entre cosas de una misma especie.
Pero también tiene esta otra:
3. Controversia, disensión u oposición de dos o más personas entre sí.

27-02-2009 “Según un estudio sociológico, más del 50% de los jóvenes gays y lesbianas sufre violencia física o psíquica en el centro de estudios”.
Son datos de un estudio del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales y la Federación española de gays y lesbianas.

Artículo publicado en la sección LA PLUMA INVITADA, de la revista Shangay del mes de Marzo 2009.