Desde Hondarribia 1966 hasta hoy ha llovido mucho, sobre todo en el norte, por eso en mis recuerdos llevo casi siempre botas katiuskas y un paraguas, que pierdo con frecuencia porque soy de naturaleza despistada. Hay algunos días de viento sur en los que yo me iba con las gaviotas, y paseos en bicicleta con choque contra un árbol incluido. Hay libros, cajas de pescado que olían a rayos, el mar, los chaparrones, observar las medusas, empaladas en la orilla como vampiros marinos. Hay crecimiento, ensanchar caderas, fumar cigarrillos en pijama. Hay secretos que no contaré nunca, muchas conversaciones sin sentido, mucho sentido sin palabras. Yo quería escribir pero no sabía qué, ni cómo, ni siquiera dónde. Tenía una máquina de escribir roja a la que se le salía la cinta. Cuando conocí Madrid sentí un flechazo. No es fácil explicar cómo se ama a una ciudad, pero tampoco es necesario. Hay un tiempo de mudanzas y muchos libros que se pudrieron en un sótano inundado (mis diarios convertidos en pasta de papel azulado por la tinta diluida). Luego llegó la tranquilidad, una mano sobre otra mano, la maternidad, los pechos rebosantes de leche. Si escribí algo en ese tiempo, no lo recuerdo. Todo mi esfuerzo se iba en cuidar a mis hijas (tocarles el pelito, las manitas, hacerles cosquillas en las orejas). Pero siempre, siempre, hay también una voz que no calla, que me acompaña en el momento de introducirme en el sueño. Hay una primera historia que me gusta y que leo admirada. Y luego otra. Y cuando me dicen escritora, yo me río. Para mi sorpresa, empiezo a sentir algo en las manos. En mis dedos, justo en las yemas, me va creciendo, descuidado, un teclado de ordenador que ya siempre irá conmigo. Es algo bastante inusual y, al principio, las amigas de mis hijas lo miran con curiosidad, lo tocan como si fuera un animal estrafalario, o la chepa de un jorobado que da suerte. Pero con el tiempo, la familia, los amigos, los vecinos, se acostumbran. No es para menos; cada cual tiene sus extravagancias.