jueves, 26 de mayo de 2016

ENTRE LIBROS

ENTRE LIBROS

No, no era un niño prodigio, simplemente se aburría tanto que aprendió a leer muy pronto. Luego sucedió; se encontró dentro de la cartilla infantil. Allí se pasó un rato, entre las letras grandes y claras, sentado en una silla, comiendo una manzana. Persiguiendo la gran mariposa de colores que acompañaba a la letra M. Los libros de ciencias le apasionaban, hasta que un volcán en erupción le provocó una quemadura en el antebrazo. Y no podía dejar de temblar bajo la mirada del jaguar dispuesto a saltar sobre él si no cerraba el libro a tiempo. Vio su primer cadáver en una biblioteca victoriana, mientras un tal Poirot hacía sus deducciones antes de acusar a la  hija de la asistenta que había sido dada en adopción. Leyó los clásicos griegos, pero era débil de espíritu y no lograba resistirse a cualquier libro que caía entre sus manos. Se lastimó un ojo acompañando al correo del Zar, y tuvo una lesión de espalda al resbalar desde la rama en la que disertaba con el maniático Barón Rampante. Pero nada fue comparable como sus viajes junto a Robur. Llegó la juventud y paseó por las cumbres borrascosas que ennegrecieron su alma. Conoció a la señorita Gautier y sucumbió a esa mezcla de atrevimiento y dulzura que había en su mirada. Sin embargo no descubrió el amor hasta conocer a la señora Bovary. Y a esa historia le siguieron otras. Es la vida, se decía. Tuvo trescientos seis hijos, si bien fue un padre despegado, poco exigente. Los chicos hacían de las suyas. Alguno incluso se fue a vivir a las páginas de Roald Dahl, y otro escapó a la selva -prefería los animales a las personas-. Tuvo una crisis existencial que resolvió yéndose a vivir a una isla desierta. A su regreso, valoraba de manera diferente cada detalle de su vida. Fue espía en la Guerra Fría, héroe armado con un látigo y buscador de reliquias. Ya en su vejez participó en intrigas políticas y no dudó en dar consejos a sus nietos y a cualquiera que quisiera escucharle. La muerte le visitó a los 102 años. La muerte tuvo que caminar sobre montones de libros que formaban el suelo, las paredes, el techo de lo que había sido su casa. ¿Qué será de mí?, se preguntó. Sin embargo, no sintió miedo. Se vio entre los muros de castillos abandonados, paseando por cementerios solitarios o habitando en casas malditas, y supo que seguiría viviendo, para siempre, dentro de sus queridos libros. Pobrecillo, dijeron sus familiares tras encontrar su cadáver, ya frío, al amanecer. A pesar de que el impedido nunca había salido de su cama, incluso muerto, mostraba aquella extraña sonrisa que siempre le había caracterizado.

JCA