Hoffnung, el
lugar en el que María, entonces Mario, había pasado su infancia fue desde su
construcción la casa más suntuosa de Fuenterrabía. Había sido edificada a
mediados del siglo XIX por los Von Moritz, Karl y su esposa, Margarita Durán,
que admiraban los castillos y palacios góticos que se estaban construyendo en
Alemania. Karl Von Moritz, un hombre de impecables maneras y buen gusto, era el
heredero de la fortuna que sus antepasados habían hecho con la venta de
esclavos, procedentes del interior de África, en Brasil, a lo largo del siglo
XVIII. El matrimonio Von Moritz había llegado a Biarritz, siguiendo los
consejos de su médico respecto a los baños curativos. En una de las excursiones
por la zona, Karl descubrió Fuenterrabía y sucumbió a su belleza lánguida y
decadente. Si todo hombre tiene un lugar destinado en el mundo, él había
encontrado el suyo. Además, Karl acababa de conocer la importancia de la
enfermedad que le aquejaba. Los parásitos intestinales se habían multiplicado y
temía que en poco tiempo acabaran devorando su interior.
Karl Von
Moritz participó directamente en el proyecto, trabajando codo con codo con
Maurice de Chardonnay, un arquitecto que era considerado por unos un genio, y
por otros un simple advenedizo. De Chardonnay, autodidacta, opiómano y
narcisista, había empezado realizando estudios de catedrales y posteriormente
había trabajado en la restauración de varias colegiatas. En su camino hasta
llegar a codearse con altos cargos de la iglesia, había tenido mucho que ver su
físico, un tanto aniñado, que a más de uno se le antojó celestial. Cuando de Chardonnay
conoció el proyecto de Von Moritz, pensó que era la oportunidad de hacer algo
grande. Sin embargo no contaba con que debería de pelear cada una de sus
decisiones con Karl, que supervisaba el proyecto con el celo de un león –animal
que, precisamente, eligió para proteger la entrada de la casa-. No faltaron las
discusiones, las amenazas y los desplantes. Tampoco los insultos. En más de una
ocasión de Chardonnay le dijo que abandonaba, que no iba a anteponer su talento
a los caprichos de un viejo enfermo. Sin embargo, aquel se había convertido en
un reto demasiado importante para ambos.
Para la localización de Hoffnung se eligió una explanada del monte
Jaizkibel que daba directamente al acantilado. La casa se construyó junto al
precipicio y ésa era, entre otras, una de sus extravagancias. De Chardonnay se
había opuesto, objetando la peligrosidad que entrañaba la construcción y la
posibilidad de que un corrimiento de tierras provocara una desgracia, pero Von Moritz
no dio su brazo a torcer -cuando el león rugía, los pobres humanos temblaban-. Finalmente
el arquitecto, dejándose llevar por el íntimo deseo de que así sucediera y un
día el capricho de Von Moritz acabara precipitándose por el acantilado con él
en su interior, accedió. Debido a esta particular situación de la casa,
únicamente se accedía a ella desde el sur. La entrada principal de Hoffnung
consistía en una gran puerta de hierro, compuesta de amenazadoras lanzas, que
se abría en el grueso muro. Un camino de piedrecillas cruzaba el exuberante
jardín y conducía directamente al edificio. Al recorrerlo los visitantes
descubrían la fachada, que hasta entonces permanecía en su mayor parte oculta
por los árboles. Era habitual que todo el mundo pensara que ésa era la fachada
principal de Hoffnung. Sin embargo, la realidad era bien distinta.
— Pero, ¡eso es sólo otra incongruencia más! ¿Qué sentido tiene una
fachada principal que no verá nadie? –protestaba el arquitecto con las mejillas
encendidas.
Cuando de Chardonnay perdía la paciencia, Karl Von Moritz sentía una leve
mejoría en sus tripas. No hay nada como sentirse poderoso, y eso debían de
entenderlo hasta los gusanos. En ocasiones el arquitecto daba un puñetazo sobre
la mesa en la que se acumulaban los planos del proyecto. Karl se sonría
divertido, ante el gesto de dolor del hombre, que con disimulo se protegía la
mano herida.
—
No me importa el sentido –decía Karl.
—
¿Cómo que no importa?
-chillaba el arquitecto con un grito de ratón.
— Me da igual el sentido, y me da igual quién la vea o quién la deje de
ver. Sólo quiero que la casa se asome al acantilado y mire al horizonte. Que su
rostro desafíe al océano.
— Pero... ¡Qué absurdo! ¡Qué tontería!
— No creo que necesites que te recuerde que la casa se construye con mis
fondos y con mis ideas.
Karl Von Moritz no necesitaba elevar la voz para mostrar su dominio de la
situación. El tono, la forma de rasgar las palabras, y sobre todo la ironía,
eran suficientes para que el arquitecto se hundiera, aunque luego a solas
pataleara como un niño.
Tanto en la
construcción de Hoffnung como en su decoración no había faltado ningún detalle.
La originalidad de su fachada, las ventanas crucetadas, las torrecillas de
chapiteles cónicos y el tejado de fuerte pendiente daban prueba de ello. Los
tapices se encargaron a los mejores artesanos, las vidrieras del torreón fueron
realizadas en una abadía irlandesa, y las estatuas, los relojes y las lámparas
provenían de comerciantes de renombre, acostumbrados a satisfacer los caprichos
de los Von Moritz. Si bien el detalle más curioso, aquel que no dejaba a nadie
indiferente, era la puerta de la fachada norte que se encontraba en una especie
de ábside, entre las habitaciones de invitados de la primera planta. Esta
puerta había sido clausurada poco después de la muerte de Karl Von Moritz y
permanecía oculta tras una pared blanca, cubierta por un gigantesco
espejo.
— ¡Una puerta que nunca utilizará nadie! –se
había escandalizado de Chardonnay cuando Von Moritz le expuso su idea.
— Será mi
puerta al mar –contestó Karl orgulloso.
— Las puertas
tienen otra función –dijo de Chardonnay intentando imitar el tono cínico de
Karl-. La función de una puerta es permitir la salida o la entrada a través de
ella. ¿Entiendes? Entrar o salir. Y esta puerta no tendrá nunca esa utilidad.
— ¡Quién
sabe! –contestó Karl provocando al arquitecto-. Quizás los seres voladores o
las sirenas la utilicen. Quizás esos seres fantásticos llamen a esa puerta para
acceder a Hoffnung.
—
¿Seres voladores? ¿Sirenas?
De Chardonnay
empezaba a pensar que el viejo había perdido el juicio.
— Será mi
puerta a la esperanza. ¿No lo entiendes? La puerta a la eternidad...
— No, no lo
entiendo –contestó de Chardonnay-. Hay demasiadas cosas que no entiendo –dijo
hablando para sí mismo.
A pesar de que parecía que nunca se lograría
acabar aquel proyecto, Hoffnung, el delirio de un viejo rico y extravagante, el
sueño de un desahuciado, llegó a buen fin.
Cuando la vieja Durán, beata y crédula, lo vio construido, se arrodilló
en el suelo y santiguándose rezó una oración.
— Ya puedes
morir en paz, Karl –le dijo a su marido, mientras se levantaba lentamente
debido a su tremendo tamaño-. Tu obra está terminada. Muchos la admirarán,
otros la temerán, pero no dejará a nadie indiferente.
— Hoffnung es una obra digna de un dios
–respondió el viejo orgulloso.
— De un dios
o de un demonio –le contestó ella, que después de una larga vida en común
todavía se debatía entre la ira que sentía hacia Karl por sus continuos
desplantes y el enfermizo amor que siempre le había inspirado-. A mí me produce
escalofríos...
El que no
murió en paz fue De Chardonnay, quien tras la desasosegante experiencia de
construir Hoffnung volvió a sus trabajos en las iglesias. Encontraron su
cadáver desnudo en la sacristía de una pequeña parroquia de la campiña
francesa. Había recibido dos puñaladas en la espalda. Quizás alguien quiso
comprobar si bajo su piel escondía las alas del ángel que nunca había sido. De Chardonnay
acababa de cumplir los cuarenta años y, sin embargo, todavía seguía teniendo
aquel particular aspecto infantil.
Para entonces,
Karl Von Moritz también había fallecido. Acostumbrado a los gusanos que le
devoraban en vida, su cuerpo no opuso resistencia a la muerte. Como no dejó de
hacer hasta el final de su vida, la ferviente Margarita visitaba a diario la
tumba de su esposo. Cuando nadie la veía, la vieja Durán, altiva como una
reina, se colocaba sobre la tumba y abriéndose de piernas daba rienda suelta a
su venganza. Sus largas faldas ocultaban su acto, pero allí quedaba el rastro
húmedo de orina, que era devorado rápidamente por la tierra que circundaba la
losa. Orinarse allí, sobre aquel que tanto la había despreciado, le producía un
placer insólito. Luego, tras vaciar su vejiga, solía llorar y en sus lágrimas
se juntaban tanto el resentimiento, como la vergüenza y el verdadero duelo por
el difunto que le acompañó el resto de su vida.
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