Por si os apetece leer el relato de Sevilla.
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Otra vez, me dice la niña. ¿Otra vez? ¿No es un poco tarde? Pero no sé llevarle la contraria. Además, esa gota de ilusión en sus ojos me acaba de convencer. Giraba, giraba, giraba, digo, mientras mi mano dibuja un círculo en el aire. Giraba, repite la niña. Sí, igual que ahora. Las dos miramos la muñeca que tiene un tutú de gasa, aunque la parte superior de su traje está pintada en blanco sobre su piel de madera. La muñeca giraba incansable, digo, pero ella no se mareaba. Sin embargo yo, al imitarla, me había desvanecido en la octava vuelta. Creía que era una buena marca, porque Águeda, mi prima, me había contado que ella no había pasado de seis. Te la dejo sólo unos días, me había dicho Águeda tras semanas de súplicas. ¿La cuidarás bien? Águeda me dijo que se llamaba Engracia, Engracia de Dios, como aquella joven de la que se decía que había bailado delante de Napoleón. Lo hizo descalza y el mismísimo emperador, hechizado, le había regalado unos botines de puntera de oro. A cambio de la caja de música, Águeda me había pedido el búho del abuelo. El búho disecado había vivido en el desván más de treinta años, y el viejo le tenía más cariño que a la mayor parte de las personas. Nadie me ha escuchado como él, decía. Águeda sujetó entre los brazos el pájaro con una mezcla de asco y fascinación. Los ojos del bicho eran unas canicas de cristal de color miel que dotaban al búho de una gran expresividad. En ese momento, eran las tres y cincuenta y dos, sonaron las campanas de Santa María. Sabía lo que eso significaba. (Seguir leyendo en el link).