martes, 17 de noviembre de 2009

LA VENTANA


Desde la ventana de mi habitación tenía una vista privilegiada. Siempre, al levantarme, me asomaba. Recogía la persiana, ataba la cuerda de plástico verde con un nudo y sacaba la cabeza. La lluvia mojaba mi pelo -en los recuerdos de mi infancia llueve a menudo-, o el sol me hacía cerrar los ojos. Allí estaba. Incluso antes de verlo, lo anticipaba en la brisa. El mar. Los barcos, el cielo, las nubes. A pesar de que no podía ser de otra manera -¿qué demonios pensaba que iba a encontrar allí si no?-, el reencuentro con aquel paisaje me tranquilizaba. La costa de Francia desdibujándose en la distancia. El castillo d’Abbadie sobre las campas de un verde intenso. Las gaviotas. A veces la niebla me impedía ver más allá de mis narices. Pero lo intuía. Lo sentía. El sonido de las olas al chocar contra el paseo Butrón. La amenaza callada de esa masa acuática que mecía mis sueños. Durante un tiempo pensé que lo que quería confirmar cada mañana al realizar ese acto era que el mundo no cambiaba. Que el mar, pasara lo que pasara, seguiría en su sitio.
Cuando unos años después me mandaron a unas colonias infantiles, entendí qué era exactamente lo que sucedía. En la soledad de la meseta castellana, desbordada por el sol y la melancolía de unos inabarcables campos de trigo, tuve una revelación. Aquel ritual no tenía que ver con el mar, ni con la permanencia del mundo exterior. Lo que quería ratificar al mirar cara a cara al océano era simplemente que yo estaba en el lugar preciso. En el sitio correcto.
Y allí, atrapada por la angustia de la distancia, embriagada de añoranza, descubrí que no hay nada tan descorazonador como no estar donde uno quiere estar. O no ser quien uno aspira a ser.
JCA