El piso había envejecido en la misma medida que lo habían hecho mis progenitores. Descubría así el agotamiento de las puertas del armario del recibidor, que ya no encajaban, que se combaban, como lo hacía la espina dorsal de mi padre. O los cajones de la cocina con el ironfix blanco levantado, ostentando su pequeña decrepitud. El rostro de mi madre, surcado de pequeñas manchas solares, tenía ese aire de fondo de alacena en la que las migajas se apelmazan en estratos minúsculos. Su pelo iba adquiriendo el mismo color de los tapetes desvaídos.
Cuento ganador en la modalidad en castellano del XXVIII Concurso de Cuentos "Villa de Errenteria"