Árboles del revés,
el viento sopla entre sus raíces.
Paisaje monótono, del que me cuelgo
yonqui de imágenes.
El corazón se desangra,
y yo sin quitamanchas.
La pena salta a borbotones
y salpica el cristal emplastado de mosquitos.
Tu perfil de cemento.
Tus dedos de barro cocido
sobre el volante.
No funciona, has dicho.
No he sentido nada.
Como un disparo, te mueres sin sentirlo.
Ya te has muerto.
¿Cuánto falta para llegar?, pregunto.
Ciento diez kilómetros.
De llagas. De clavos. De podredumbre industrial.
Jaqueca pincho moruno.
A los muertos no les reconfortan las aspirinas.
¿Puede alguien recolocar los árboles?
¿Ponerlos en su sitio?
Ciento diez kilómetros y cogerás tus cosas.
Harás una maleta.
Te llevarás la cafetera y esos ridículos slips de dibujitos.
Posavasos recuerdo de una isla griega.
Una botella de Brugal medio vacía.
Hay que echar gasolina, dices.
Y yo observo mis venas, también secas.
Me muero. Ya me he muerto.
Y el hombre del mono naranja, con sus guantes de plástico,
me mira insolente.
Montas en el coche
Ignoras mis lágrimas de azúcar glas,
cristalizadas.
El cuentakilómetros deshace mi vida.
Borra mi pasado.
Cincela mi futuro a golpes de martillo.
¿Cuánto falta para llegar?, pregunto.
Ciento diez kilómetros.
El tiempo detenido.
De alguna forma sigo en ese coche,
en ese momento.
Como un fantasma con una cadena de gruesos eslabones,
atada a tu recuerdo.