No, no era un
niño prodigio, simplemente se aburría tanto que aprendió a leer muy pronto.
Luego sucedió; se encontró dentro de la cartilla infantil. Allí se pasó un
rato, entre las letras grandes y claras, sentado en una silla, comiendo una manzana.
Persiguiendo la gran mariposa de colores que acompañaba a la letra M. Los
libros de ciencias le apasionaban, hasta que un volcán en erupción le provocó
una quemadura en el antebrazo. Y no podía dejar de temblar bajo la mirada del
jaguar dispuesto a saltar sobre él si no cerraba el libro a tiempo. Vio su
primer cadáver en una biblioteca victoriana, mientras un tal Poirot hacía sus
deducciones antes de acusar a la hija de
la asistenta que había sido dada en adopción. Leyó los clásicos griegos, pero era
débil de espíritu y no lograba resistirse a cualquier libro que caía entre sus
manos. Se lastimó un ojo acompañando al correo del Zar, y tuvo una lesión de
espalda al resbalar desde la rama en la que disertaba con el maniático Barón
Rampante. Pero nada fue comparable como sus viajes junto a Robur. Llegó la
juventud y paseó por las cumbres borrascosas que ennegrecieron su alma. Conoció
a la señorita Gautier y sucumbió a esa mezcla de atrevimiento y dulzura que
había en su mirada. Sin embargo no descubrió el amor hasta conocer a la señora
Bovary. Y a esa historia le siguieron otras. Es la vida, se decía. Tuvo
trescientos seis hijos, si bien fue un padre despegado, poco exigente. Los
chicos hacían de las suyas. Alguno incluso se fue a vivir a las páginas de Roald
Dahl, y otro escapó a la selva -prefería los animales a las personas-. Tuvo una
crisis existencial que resolvió yéndose a vivir a una isla desierta. A su
regreso, valoraba de manera diferente cada detalle de su vida. Fue espía en la
Guerra Fría, héroe armado con un látigo y buscador de reliquias. Ya en su vejez
participó en intrigas políticas y no dudó en dar consejos a sus nietos y a
cualquiera que quisiera escucharle. La muerte le visitó a los 102 años. La
muerte tuvo que caminar sobre montones de libros que formaban el suelo, las
paredes, el techo de lo que había sido su casa. ¿Qué será de mí?, se preguntó.
Sin embargo, no sintió miedo. Se vio entre los muros de castillos abandonados,
paseando por cementerios solitarios o habitando en casas malditas, y supo que
seguiría viviendo, para siempre, dentro de sus queridos libros. Pobrecillo,
dijeron sus familiares tras encontrar su cadáver, ya frío, al amanecer. A pesar
de que el impedido nunca había salido de su cama, incluso muerto, mostraba
aquella extraña sonrisa que siempre le había caracterizado.
JCA