Se adentraron en el parque y sortearon las ramas bajas de los árboles, que se confundían con las sombras, hasta llegar a la zona más oculta. Allí, en el suelo, había desconchones sin hierba, calvas de tierra arenosa. Incómodo colchón de amor. Amparadas por la oscuridad las hormigas se vengaban de aquellos que destrozaban sus hormigueros, saboteando las espaldas suaves que ignoraban su trabajo enredadas en otros asuntos.
Ruth, siguiendo el movimiento de Elías, se colocó contra el tronco de un árbol. Las sombras deformaban sus rostros cuando la luna conseguía desasirse de las nubes.
Elías la besó. Devoró la pintura de sus labios, cerrados como una muralla. Jugueteó con la lengua hasta lograr introducir la punta. Ruth no colaboraba. Pero ella había aceptado ir al parque con él, y todo el mundo sabía lo que eso significaba. Preservativos en el suelo. Alguna prenda íntima engullida por la oscuridad que bajo los rayos del sol resultaba patética. Elías luchaba por vencer la segunda barrera, la de los dientes, pero aquel esfuerzo, en vez de enojarle, le excitaba. Aquella experiencia no tenía nada que ver con otras en las que las chicas, exigentes, marcaban el ritmo. Jovencitas de bocas grandes que succionaban su lengua y se pegaban a su cuerpo como trajes de neopreno. Pero ahora era él quien llevaba el mando. El rey de la jungla.
Cuando las manos de Elías abandonaron las caderas y ascendieron por el cuerpo de la chica, ella aflojó, impresionada, la tensión de su boca. Elías dejó que su lengua explorara, dominara, reconociera aquel territorio. Ruth sentía la corteza del árbol en su espalda. Las manos de Elías rastreaban su piel, hasta que llegaron a su pecho y lo dominaron. Ruth quiso decir algo pero sólo se produjo un intercambio de aire, un leve movimiento de los labios, aprisionados bajo la boca ventosa de Elías.
Los pechos de Ruth eran pesados. Elías no perdió el tiempo buscando el cierre del maldito sujetador y elevó la prenda por encima del torso. Senos deformados, aún más abultados bajo la presión del elástico. Eran las tetas gigantes de sus fantasías. Su polla se elevaba hacia la luna. Empalmado. Sentía una fuerza animal que le dominaba.
Ruth ratón. Así la llamaban, a causa de sus gestos asustadizos. La mirada insegura. Chica solitaria, sin grupo que la protegiera. La hija de la loca. A nadie le gustaría tener esa herencia. Pero allí, a oscuras, todo eso no tenía importancia. Sólo sentía una fuerza que le empujaba fuera de sí. El cuerpo se rebelaba contra la cabeza. Jódete, Jaime. Jódete, Alba. Se dejaba llevar, mecido por las turbulencias de unas olas que estallaban a la altura de sus genitales. El deseo era una piedra ardiendo en su cerebro. Una piedra mágica que quemaba su polla. Sus huevos. Los dedos de Elías se clavaban en sus pechos, los mismos pechos que ella ocultaba habitualmente bajo unas blusas holgadas de aire monjil. Ruth, chica rana, a la que ignoraban, acostumbrada a no ser invitada a los cumpleaños, convertida en princesa por una noche.
Eufórico, cediendo a su estado de ánimo confuso y a la tensión sexual, decidió que era el momento de hacerlo Se estrenaría con Ruth, perdería así la molesta virginidad.
Elías consiguió que sus dedos llegaran al lugar secreto, el cofre del tesoro. La chica tenía los muslos fríos, pero su coño estaba caliente. Introdujo los dedos en aquella cavidad húmeda. Babas de caracol, pensó. La chica se revolvió y su movimiento hizo que él, apoyado en ella, perdiera el equilibrio. Cayeron al suelo y Elías quedó sobre ella. La falda corta levantada. Boca contra boca, piernas contra piernas. Sus dedos en la vagina, aquel lugar tantas veces imaginado que deseaba conocer.
La polla de Elías era en ese momento el epicentro de un terremoto. Luchaba por escapar del slip, del pantalón, para mirar cara a cara a la luna. Y Elías la ayudó a asomar, altiva, y a recorrer el camino que ya habían explorado sus dedos. Avanzó como un reptil hacia su guarida. La frágil barrera de las bragas fue insuficiente ante la fuerza de aquel animal. Y el chico logró su propósito. Toda la sangre en la polla. Todo el dolor y el placer del mundo en un movimiento frenético. Quería romper, destrozar. Adentro. Adentro. Jódete, Alba. Le había humillado sin ni siquiera saberlo. Hasta que se derramó a borbotones, y la tensión desapareció.
Sentía el latido de un corazón pero no sabía si era el suyo o el de la chica. Sus cuerpos sobre el suelo desollado.
Comprendió que la estaba aplastando y se giró hasta caer a su lado. Su polla pringosa se escondió en su slip. Su lengua regresó de nuevo a su boca. Respiró profundamente. ¿Y ahora qué?
Al salir del parque Elías rozó los dedos de la chica con su mano, pero ella le ignoró. También había rechazado su gesto para ayudarla a levantarse. A la luz de la farola observó su rostro y recibió el impacto de su perfil avejentado. La luz de la farola hacía que sus sombras se acoplaran en el suelo. Le desagradó el dibujo. Las sombras se rompían la una sobre la otra en tremenda confusión.
Ruth, siguiendo el movimiento de Elías, se colocó contra el tronco de un árbol. Las sombras deformaban sus rostros cuando la luna conseguía desasirse de las nubes.
Elías la besó. Devoró la pintura de sus labios, cerrados como una muralla. Jugueteó con la lengua hasta lograr introducir la punta. Ruth no colaboraba. Pero ella había aceptado ir al parque con él, y todo el mundo sabía lo que eso significaba. Preservativos en el suelo. Alguna prenda íntima engullida por la oscuridad que bajo los rayos del sol resultaba patética. Elías luchaba por vencer la segunda barrera, la de los dientes, pero aquel esfuerzo, en vez de enojarle, le excitaba. Aquella experiencia no tenía nada que ver con otras en las que las chicas, exigentes, marcaban el ritmo. Jovencitas de bocas grandes que succionaban su lengua y se pegaban a su cuerpo como trajes de neopreno. Pero ahora era él quien llevaba el mando. El rey de la jungla.
Cuando las manos de Elías abandonaron las caderas y ascendieron por el cuerpo de la chica, ella aflojó, impresionada, la tensión de su boca. Elías dejó que su lengua explorara, dominara, reconociera aquel territorio. Ruth sentía la corteza del árbol en su espalda. Las manos de Elías rastreaban su piel, hasta que llegaron a su pecho y lo dominaron. Ruth quiso decir algo pero sólo se produjo un intercambio de aire, un leve movimiento de los labios, aprisionados bajo la boca ventosa de Elías.
Los pechos de Ruth eran pesados. Elías no perdió el tiempo buscando el cierre del maldito sujetador y elevó la prenda por encima del torso. Senos deformados, aún más abultados bajo la presión del elástico. Eran las tetas gigantes de sus fantasías. Su polla se elevaba hacia la luna. Empalmado. Sentía una fuerza animal que le dominaba.
Ruth ratón. Así la llamaban, a causa de sus gestos asustadizos. La mirada insegura. Chica solitaria, sin grupo que la protegiera. La hija de la loca. A nadie le gustaría tener esa herencia. Pero allí, a oscuras, todo eso no tenía importancia. Sólo sentía una fuerza que le empujaba fuera de sí. El cuerpo se rebelaba contra la cabeza. Jódete, Jaime. Jódete, Alba. Se dejaba llevar, mecido por las turbulencias de unas olas que estallaban a la altura de sus genitales. El deseo era una piedra ardiendo en su cerebro. Una piedra mágica que quemaba su polla. Sus huevos. Los dedos de Elías se clavaban en sus pechos, los mismos pechos que ella ocultaba habitualmente bajo unas blusas holgadas de aire monjil. Ruth, chica rana, a la que ignoraban, acostumbrada a no ser invitada a los cumpleaños, convertida en princesa por una noche.
Eufórico, cediendo a su estado de ánimo confuso y a la tensión sexual, decidió que era el momento de hacerlo Se estrenaría con Ruth, perdería así la molesta virginidad.
Elías consiguió que sus dedos llegaran al lugar secreto, el cofre del tesoro. La chica tenía los muslos fríos, pero su coño estaba caliente. Introdujo los dedos en aquella cavidad húmeda. Babas de caracol, pensó. La chica se revolvió y su movimiento hizo que él, apoyado en ella, perdiera el equilibrio. Cayeron al suelo y Elías quedó sobre ella. La falda corta levantada. Boca contra boca, piernas contra piernas. Sus dedos en la vagina, aquel lugar tantas veces imaginado que deseaba conocer.
La polla de Elías era en ese momento el epicentro de un terremoto. Luchaba por escapar del slip, del pantalón, para mirar cara a cara a la luna. Y Elías la ayudó a asomar, altiva, y a recorrer el camino que ya habían explorado sus dedos. Avanzó como un reptil hacia su guarida. La frágil barrera de las bragas fue insuficiente ante la fuerza de aquel animal. Y el chico logró su propósito. Toda la sangre en la polla. Todo el dolor y el placer del mundo en un movimiento frenético. Quería romper, destrozar. Adentro. Adentro. Jódete, Alba. Le había humillado sin ni siquiera saberlo. Hasta que se derramó a borbotones, y la tensión desapareció.
Sentía el latido de un corazón pero no sabía si era el suyo o el de la chica. Sus cuerpos sobre el suelo desollado.
Comprendió que la estaba aplastando y se giró hasta caer a su lado. Su polla pringosa se escondió en su slip. Su lengua regresó de nuevo a su boca. Respiró profundamente. ¿Y ahora qué?
Al salir del parque Elías rozó los dedos de la chica con su mano, pero ella le ignoró. También había rechazado su gesto para ayudarla a levantarse. A la luz de la farola observó su rostro y recibió el impacto de su perfil avejentado. La luz de la farola hacía que sus sombras se acoplaran en el suelo. Le desagradó el dibujo. Las sombras se rompían la una sobre la otra en tremenda confusión.
JCA
Extracto del relato Ruth Ratón, publicado en el libro QUERIDOS NIÑOS