Estás más cerca y más lejos que nunca; las distancias han cambiado. El corazón es otro. ¿Sabes cómo te sientes después de un centrifugado? Parece que la cabeza se te va a caer a pedazos. Silencio. Sólo silencio. Ahora hablan mis ojos. Las fosas nasales se abren como las de un animal embravecido. Hace un mes y medio que te marchaste. No estoy segura, dijiste. Necesito tiempo, dijiste. Después de seis años de convivencia. ¿En qué puto terreno crecieron esas dudas? Las paredes de casa se movieron bajo el influjo de tus palabras y todo parecía más pequeño. Cogiste los libros de Spambauer y tus cds de música pop inglesa. Te llevaste también dos cuadros de la sala: el caballo de dos cabezas y el paisaje lunar. Entonces aparecieron esos horribles cercos, esas sombras que confirmaban que lo nuestro había durado el tiempo suficiente como para que la casa necesitara una mano de pintura. Seis años. Me miraste desde la puerta con dulzura. Como Judas miró a Jesús, pensé más tarde. Porque entonces todavía no sabía nada de ella y sólo sentía la caricia helada de tus ojos.
Tu ausencia, el hueco de tu cama, la lavadora a medias, las vitaminas que olvidaste encima del microondas y que era incapaz de tocar, sacaban punta a la realidad. Y caían virutillas de vida sobre el suelo. Y la realidad se me mostraba afilada, con su punta gris, dispuesta a clavarse en mis ojos. Doloridos. Pero en una ciudad como la nuestra no hacen falta seis pasos para estar interconectados. Dos o tres son suficientes. Pronto supe que Sabina había vuelto, tras años de ausencia, y la estabas viendo. A tu ex, aquella de la que no querías hablar nunca. Y yo que pensé que el silencio en el que la habías enterrado era el de los muertos... Me equivoqué.
Sabina es un nombre de árbol. Es un nombre extraño, aunque cualquier nombre, el más feo, el más trivial, puede romper una vida. Nunca creí que algo así pudiera sucederme a mí. Porque eso le ocurre a los otros, y puede ser que, en el fondo, hasta se lo merezcan. No como yo, que lo estaba haciendo bien —somos herederos de una herencia cristiana que premia el esfuerzo. No, realmente no me lo merecía, porque yo me esforzaba. En quererte. En hacer las cosas bien y tenerlo todo a punto. Las endivias tiernas. El pollo empanado crujiente. Lesbianas enamoradas, con un apartamento bonito y una vida tranquila. Una vez al año hacíamos un viaje a un lugar exótico.
Tu mirada de Judas. Seis años. ¿Por qué nunca me hablaste de ella? Me dejaste sin brújula, empujada por los vientos del desierto. Los cercos en la pared. Los huecos en la librería. Yo, pudriéndome en un sofá, con la tele puesta, con un bol de palomitas y una manta para cubrirme si me entraba sueño. Me seguía esforzando. En salir adelante. En vivir, aunque malditas las ganas. Los días malos, ensimismada, las palomitas se chamuscaban. Incomibles. Palomitas carbonizadas. Y la peli era un horror. Y me empezaba a asfixiar en el sofá, que me atrapaba como si fuera un pozo de arenas movedizas, aquí, en nuestro propio salón. Mi salón, quiero decir. Y encendía un cigarro, porque había vuelto a fumar. Y sólo pensaba en desvanecerme, en dejarme llevar a ninguna parte. No estoy segura dijiste, y esa noche, la última que pasamos juntas, ya no jugueteaste con mis pezones. Ya no buscaste mis labios. Ignoraste el grito de mi coño. Yo también pasé a ser silencio. La mirada de Judas.
Pero me esforcé en salir adelante. Tenía que reinventar la historia, volver a respirar. Y así cambié de perspectiva. Porque más allá de tus dudas, ¿qué había? Sabina, aquel sol cegador que había derretido mi mundo. La imaginaba más guapa, más femenina, más lista y divertida que yo. Su cutis suave. Su risa alegre. Su cintura estrecha. Sí, me empujó una malsana curiosidad. Necesitaba comprobar que era humana, que a ella también se le caía el pelo en otoño y que la enfermedad se le notaba en el aliento. Humana. Como tú y como yo. Mujer a fin de cuentas. Y es que no podemos luchar contra los fantasmas. Por eso la busqué. Fue fácil provocar un encuentro casual. Muy fácil.
Y ahora estás tú aquí. Dicen que tan sólo seis grados de separación nos unen con cualquier ser del planeta, pero a nosotras nos separan seis palmos de mesa. Fue un error, has dicho. Tu excusa. Tu forma de pedir perdón. Y mi silencio. Porque no sé cómo explicarte que todo es distinto. Si cambias el punto de vista, cambia el mundo. Y yo tenía que hacer algo. La basura llena de palomitas chamuscadas, el cenicero a rebosar de colillas... Fuiste tú quien me empujaste. Me empequeñeciste tanto que tuve que engrandecerme para no desaparecer por una rendija. La busqué a ella para encontrarme a mí. Pura supervivencia. Tú la hiciste diosa, y yo la quería convertir en mortal.
Los vértices de un triángulo. Suena el móvil en este silencio denso, pero no lo cojo. Las dos sentadas a la mesa. Ha sido un error, has dicho. Pero yo no te he contestado, como tampoco contesto al teléfono. Sé que es Sabina que me busca, que me quiere, que no puede vivir sin mí. Es humana y he descubierto sus debilidades. Conozco el olor de su cuerpo, el quejido de su garganta, el vacío de sus ojos cuando me despido de ella. Cuando introduzco mis dedos en su vagina cálida, cierra los ojos y jura que el mundo es de color azul.
¡Qué extraño triángulo! Tres corazones latiendo a la vez pero con distinto ritmo. No estoy segura, le he dicho a Sabina. No estoy segura, te digo a ti.
Necesito tiempo. Al igual que las paredes de la sala necesitan una mano de pintura. Para borrar esos cercos, esas sombras tan molestas. El rastro del caballo bicéfalo que nadie quería, que había crecido huérfano en una esquina de la tienda de cuadros. El paisaje lunar, desolado, esos cráteres grises y marrones, como una piel humana vista de cerca, con una lupa gigante. Una mano de pintura y desaparecerán seis años de recuerdos. Seis grados de separación. Seis palmos de mesa.
Y en medio de este silencio que nos envuelve, despiadado, el móvil suena. Incansable.
Y en medio de este silencio que nos envuelve, despiadado, el móvil suena. Incansable.
Juana Cortés Amunárriz
Relato publicado en la Revista AGITADORAS de Abril 2009