A pesar del tiempo transcurrido. El tiempo que es una losa, pero también una sábana al viento, deformada, ahora henchida, ahora muerta. Recuerdo la ropa tendida en los balcones de la calle Santiago. Iba a la panadería donde trabajaba mi padre, y en el camino la infancia se derramaba en los callejones estrechos. La infancia que vuelve con el olor a mar, ese olor que supuran las maderas de las casas, las contraventanas pintadas de colores. Los geranios en sus macetas. No me gustaba el olor de los geranios, pero me encantaba el olor a pan recién hecho. Mi padre llevaba un delantal blanco, sin embargo los pescadores vestían de oscuro, ropas oscuras y botas de goma. Algunas tardes iba a la parada del autobús a esperar a mi madre, que volvía de trabajar de Francia. Mi madre siempre estaba trabajando, y la infancia era como un estanque en el que tiras una piedra, y la piedra hace círculos concéntricos que perduran incluso cuando la piedra reposa ya en el fondo del mar. La infancia eran esas sábanas tendidas, que cambiaban de forma bajo el poderoso viento. También el salitre en la piel tras los baños, las boinas negras de los pescadores, con los remos en los hombros, mi madre llegando a casa tras un día de trabajo. Los autobuses verdes. El tiempo pasaba lentamente, un verano era toda una vida. Una tarde de lluvia, un trimestre. Las mujeres cosían las redes en la Kai Zaharra los días de sol, y las tripas de los atunes flotaban en la ría. Mi abuelo se pasaba las tardes sentado en el paseo Butrón, como hacen los pescadores que ya no pueden ir a la mar. Y están allí, sin hablar, con su único ojo sano lleno de océano, día tras día. Los viejos, que se secaban allí, en aquellos bancos, y que me hacían pensar en los bacalaos que colgaban en las tiendas de la calle San Pedro. Ir de aquí para allá, eso también era la infancia. Mirar la bahía con mis ojos de miope. El tiempo eterno. Leía y releía los comics, las Joyas Literarias que vendían en el estanco, que podíamos ver tras el cristal de la vitrina del pesado armario de madera oscura. Leía todos los libros que caían en mis manos. También leía mientras esperaba un autobús, dos autobuses, tres. En la parada, precisamente junto a la puerta del estanco, colgada en la pared, había una máquina de chicles pintada de color amarillo chillón. Una máquina cuadrada, que tenía un mecanismo sencillo; sólo había que trasladar un saliente metálico con el canto de la mano. Clac, clac, y la bola caía. Bolas de colores. Me sentaba en un bordillo y esperaba. El tiempo era como el chicle que masticaba sin fin, hasta que se encogía y se endurecía como un cartílago. El tiempo también era un caballo indómito, que sólo corría a veces, cuando menos nos interesaba, cuando estábamos jugando al escondite, o bañándonos en la playa. Entonces nos esperaba la zapatilla, o a la cama sin cenar... Clac, clac, el sonido de la máquina, el viaje de la bola azucarada por las entrañas metálicas. No tenía reloj, el reloj llegaba con la comunión, y el tiempo no se medía, como no se puede medir la infancia, ni el paso de las nubes, ni el olor de los geranios. Hasta que de repente llegaba el autobús, esta vez sí, allí estaba mi madre, sentada junto a la ventanilla. La veía abstraída, quizás cansada, aunque ella nunca utilizó esa palabra -no era de las suyas-. Y bajaba del autobús, y sonreía al verme. ¿Me das una peseta, ama? Una peseta, un chicle. La infancia es el tiempo de los rituales. Contar coches. Contar olas. Contar gaviotas. Contar tripas de atún flotando en la ría. Mi madre entonces era fuerte, guapa. No seas pedigüeña, me decía mirándome a los ojos. Eso me decía, y a la vez dejaba en la palma de mi mano la moneda deseada. Clac, clac y yo masticaba el chicle, feliz. Un día la bola era azul. Otro, roja. Y junto al sabor dulce, fantástico, percibía el olor a aceite que venía de la patatería. La moneda. El chicle. Pedigüeña. Mucho tiempo después entendí que mi madre, aún sin saberlo, había tenido razón al llamarme así, pedigüeña, porque esa precisamente era mi naturaleza. Pez porque vivía junto al mar, de ahí mi carácter acuático, mi debilidad marina, mis raíces oceánicas. Y cigüeña porque llevaba en mi interior el ansia de volar de las grandes aves. Ese deseo que nunca me ha abandonado, que todavía hoy mordisquea en mi interior como un gusano. Y yo repetía en mi cabeza, pez cigüeña, pez cigüeña, pez cigüeña. Y la moneda, y el chicle, y mi madre, incansable, joven, a salvo de las enfermedades, de la vejez. Todavía hoy, a pesar del tiempo transcurrido, cada vez que vuelvo, los callejones estrechos, las contraventanas de colores, la ropa tendida. Los geranios. La vieja panadería. Los viejos mirando al mar. Mi padre, que se sienta con ellos. Clac, clac. Ya no hay máquina de chicles. Ni siquiera está la patatería. Y yo también envejezco, porque ahora el tiempo es otro. Ahora sé que se puede medir, quizás no con los relojes, pero sí con sus pisadas, mediante las huellas que deja sobre nuestros cuerpos de arena. Y sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, mientras las sábanas bailan la danza de la brisa y suenan las campanas de la iglesia de la Marina, al pasar junto al estanco, me veo de nuevo sentada en el bordillo. Allí sigo, esperando mi moneda. Mi chicle. Y sobre todo a mi madre, cuya ausencia cruel se me revela con la llegada infructuosa de un nuevo autobús vacío.
JCA
Texto publicado en la revista BIDASOATIK, septiembre 2010