viernes, 1 de enero de 2010

NIEVE


El modelo del móvil me daba francamente igual; sólo quería que fuera sencillo, y su peso, a ser posible, liviano. El mío estaría arreglado en una semana, y mientras tanto me dieron aquel aparato que guardé en el bolso sin hacerle mucho caso. Salí a la calle y comprobé que llovía tenuemente. El cielo tenía un color achocolatado, que auguraba una noche fría en la que no sería improbable que nevara. Me gustaba la nieve, imaginarla fuera, cayendo lentamente, mientras yo permanecía leyendo en la cama, o viendo una película. Ese fenómeno hacía que pensara en lo acogedora que era mi casa, y que me dijera que era una persona afortunada. En mi apartamento la temperatura era agradable, mientras que afuera hacía un frío del demonio. El peso del edredón me procuraba placidez y abrigo. Ese estúpido bienestar era fácil de desenmascarar con ironía y rabia, pero no lo hacía. La casa se volvía abrigo, protección, a pesar de que en innumerables ocasiones había tenido que salir a pasear porque no aguantaba la presión de esas cuatro paredes, la asfixia que me producía su aire viciado, la soledad que encerraba cada baldosa, cada grieta. La presión de ser yo, yo misma, era aliviada por la nieve. Pero la nieve era sólo una mentira más, en mi vida falsa y vacía. Al entrar en el portal el móvil emitió un pitido que me avisaba de la llegada de un mensaje. Por un momento tuve la sensación de que alguien me conocía, que alguien sabía de mi estado de ánimo y me enviaba aquellas palabras llenas de intención. Yo también estoy solo esta noche. Déjame verte, por favor. ¡Qué estúpida! Aquel mensaje debía de ser para el propietario anterior del móvil. Mientras subía en el ascensor, volví a leerlo, y me dejé enredar por aquellas palabras misteriosas, y sin embargo tan cercanas. También. Solo. Noche. Encendí el televisor, eliminé el sonido y me senté en el sofá sin ni siquiera quitarme el abrigo. Observé la pantalla, convertida en pecera de animales catódicos que me procuraban una falsa compañía. Cuando sentí frío, me levanté a comprobar la temperatura del termostato. Dieciocho grados. Giré la rueda hasta los veintidós. Me acerqué a la ventana; había empezado a nevar. Los copos caían, minúsculos, preciosos, sobre el suelo gris que los absorbía como una lengua caliente. Deseé recuperar el bienestar de otras veces; ponerme el pijama, sostener un libro entre las manos, poner música. Estaba paralizada. Solo. Verte. Por favor. La nieve. No conseguía sacar el frío de mis huesos. En la tele alguien cocinaba, cortaba zanahorias con maestría. Luego cebolla, chas, chas, imaginé el sonido del cuchillo, y los trozos blancos y brillantes aparecían sobre un plato, colocados con esmero. Apagué la tele. El silencio de mi casa se confundía con el silencio de la nieve. ¿Era una locura? ¿Y qué más daba? Cogí el móvil y busqué el número desconocido desde el que me habían enviado el mensaje. Ven, escribí. Te estoy esperando, escribí. Me acosté desnuda y sentí el tacto consolador de las sábanas. El móvil permanecía encendido sobre la mesilla.