sábado, 30 de mayo de 2015

LAS SOMBRAS -

Hoffnung, el lugar en el que María, entonces Mario, había pasado su infancia fue desde su construcción la casa más suntuosa de Fuenterrabía. Había sido edificada a mediados del siglo XIX por los Von Moritz, Karl y su esposa, Margarita Durán, que admiraban los castillos y palacios góticos que se estaban construyendo en Alemania. Karl Von Moritz, un hombre de impecables maneras y buen gusto, era el heredero de la fortuna que sus antepasados habían hecho con la venta de esclavos, procedentes del interior de África, en Brasil, a lo largo del siglo XVIII. El matrimonio Von Moritz había llegado a Biarritz, siguiendo los consejos de su médico respecto a los baños curativos. En una de las excursiones por la zona, Karl descubrió Fuenterrabía y sucumbió a su belleza lánguida y decadente. Si todo hombre tiene un lugar destinado en el mundo, él había encontrado el suyo. Además, Karl acababa de conocer la importancia de la enfermedad que le aquejaba. Los parásitos intestinales se habían multiplicado y temía que en poco tiempo acabaran devorando su interior.
Karl Von Moritz participó directamente en el proyecto, trabajando codo con codo con Maurice de Chardonnay, un arquitecto que era considerado por unos un genio, y por otros un simple advenedizo. De Chardonnay, autodidacta, opiómano y narcisista, había empezado realizando estudios de catedrales y posteriormente había trabajado en la restauración de varias colegiatas. En su camino hasta llegar a codearse con altos cargos de la iglesia, había tenido mucho que ver su físico, un tanto aniñado, que a más de uno se le antojó celestial. Cuando de Chardonnay conoció el proyecto de Von Moritz, pensó que era la oportunidad de hacer algo grande. Sin embargo no contaba con que debería de pelear cada una de sus decisiones con Karl, que supervisaba el proyecto con el celo de un león –animal que, precisamente, eligió para proteger la entrada de la casa-. No faltaron las discusiones, las amenazas y los desplantes. Tampoco los insultos. En más de una ocasión de Chardonnay le dijo que abandonaba, que no iba a anteponer su talento a los caprichos de un viejo enfermo. Sin embargo, aquel se había convertido en un reto demasiado importante para ambos.
Para la localización de Hoffnung se eligió una explanada del monte Jaizkibel que daba directamente al acantilado. La casa se construyó junto al precipicio y ésa era, entre otras, una de sus extravagancias. De Chardonnay se había opuesto, objetando la peligrosidad que entrañaba la construcción y la posibilidad de que un corrimiento de tierras provocara una desgracia, pero Von Moritz no dio su brazo a torcer -cuando el león rugía, los pobres humanos temblaban-. Finalmente el arquitecto, dejándose llevar por el íntimo deseo de que así sucediera y un día el capricho de Von Moritz acabara precipitándose por el acantilado con él en su interior, accedió. Debido a esta particular situación de la casa, únicamente se accedía a ella desde el sur. La entrada principal de Hoffnung consistía en una gran puerta de hierro, compuesta de amenazadoras lanzas, que se abría en el grueso muro. Un camino de piedrecillas cruzaba el exuberante jardín y conducía directamente al edificio. Al recorrerlo los visitantes descubrían la fachada, que hasta entonces permanecía en su mayor parte oculta por los árboles. Era habitual que todo el mundo pensara que ésa era la fachada principal de Hoffnung. Sin embargo, la realidad era bien distinta.
— Pero, ¡eso es sólo otra incongruencia más! ¿Qué sentido tiene una fachada principal que no verá nadie? –protestaba el arquitecto con las mejillas encendidas.
Cuando de Chardonnay perdía la paciencia, Karl Von Moritz sentía una leve mejoría en sus tripas. No hay nada como sentirse poderoso, y eso debían de entenderlo hasta los gusanos. En ocasiones el arquitecto daba un puñetazo sobre la mesa en la que se acumulaban los planos del proyecto. Karl se sonría divertido, ante el gesto de dolor del hombre, que con disimulo se protegía la mano herida.
    No me importa el sentido –decía Karl.
    ¿Cómo que no importa?  -chillaba el arquitecto con un grito de ratón.
— Me da igual el sentido, y me da igual quién la vea o quién la deje de ver. Sólo quiero que la casa se asome al acantilado y mire al horizonte. Que su rostro desafíe al océano.
— Pero... ¡Qué absurdo! ¡Qué tontería!
— No creo que necesites que te recuerde que la casa se construye con mis fondos y con mis ideas.
Karl Von Moritz no necesitaba elevar la voz para mostrar su dominio de la situación. El tono, la forma de rasgar las palabras, y sobre todo la ironía, eran suficientes para que el arquitecto se hundiera, aunque luego a solas pataleara como un niño.
Tanto en la construcción de Hoffnung como en su decoración no había faltado ningún detalle. La originalidad de su fachada, las ventanas crucetadas, las torrecillas de chapiteles cónicos y el tejado de fuerte pendiente daban prueba de ello. Los tapices se encargaron a los mejores artesanos, las vidrieras del torreón fueron realizadas en una abadía irlandesa, y las estatuas, los relojes y las lámparas provenían de comerciantes de renombre, acostumbrados a satisfacer los caprichos de los Von Moritz. Si bien el detalle más curioso, aquel que no dejaba a nadie indiferente, era la puerta de la fachada norte que se encontraba en una especie de ábside, entre las habitaciones de invitados de la primera planta. Esta puerta había sido clausurada poco después de la muerte de Karl Von Moritz y permanecía oculta tras una pared blanca, cubierta por un gigantesco espejo. 
 — ¡Una puerta que nunca utilizará nadie! –se había escandalizado de Chardonnay cuando Von Moritz le expuso su idea.
— Será mi puerta al mar –contestó Karl orgulloso.
— Las puertas tienen otra función –dijo de Chardonnay intentando imitar el tono cínico de Karl-. La función de una puerta es permitir la salida o la entrada a través de ella. ¿Entiendes? Entrar o salir. Y esta puerta no tendrá nunca esa utilidad.
— ¡Quién sabe! –contestó Karl provocando al arquitecto-. Quizás los seres voladores o las sirenas la utilicen. Quizás esos seres fantásticos llamen a esa puerta para acceder a Hoffnung.
    ¿Seres voladores? ¿Sirenas?
De Chardonnay empezaba a pensar que el viejo había perdido el juicio.
— Será mi puerta a la esperanza. ¿No lo entiendes? La puerta a la eternidad...
— No, no lo entiendo –contestó de Chardonnay-. Hay demasiadas cosas que no entiendo –dijo hablando para sí mismo.
 A pesar de que parecía que nunca se lograría acabar aquel proyecto, Hoffnung, el delirio de un viejo rico y extravagante, el sueño de un desahuciado, llegó a buen fin.  Cuando la vieja Durán, beata y crédula, lo vio construido, se arrodilló en el suelo y santiguándose rezó una oración.
— Ya puedes morir en paz, Karl –le dijo a su marido, mientras se levantaba lentamente debido a su tremendo tamaño-. Tu obra está terminada. Muchos la admirarán, otros la temerán, pero no dejará a nadie indiferente.
—  Hoffnung es una obra digna de un dios –respondió el viejo orgulloso.
— De un dios o de un demonio –le contestó ella, que después de una larga vida en común todavía se debatía entre la ira que sentía hacia Karl por sus continuos desplantes y el enfermizo amor que siempre le había inspirado-. A mí me produce escalofríos...
El que no murió en paz fue De Chardonnay, quien tras la desasosegante experiencia de construir Hoffnung volvió a sus trabajos en las iglesias. Encontraron su cadáver desnudo en la sacristía de una pequeña parroquia de la campiña francesa. Había recibido dos puñaladas en la espalda. Quizás alguien quiso comprobar si bajo su piel escondía las alas del ángel que nunca había sido. De Chardonnay acababa de cumplir los cuarenta años y, sin embargo, todavía seguía teniendo aquel particular aspecto infantil.
Para entonces, Karl Von Moritz también había fallecido. Acostumbrado a los gusanos que le devoraban en vida, su cuerpo no opuso resistencia a la muerte. Como no dejó de hacer hasta el final de su vida, la ferviente Margarita visitaba a diario la tumba de su esposo. Cuando nadie la veía, la vieja Durán, altiva como una reina, se colocaba sobre la tumba y abriéndose de piernas daba rienda suelta a su venganza. Sus largas faldas ocultaban su acto, pero allí quedaba el rastro húmedo de orina, que era devorado rápidamente por la tierra que circundaba la losa. Orinarse allí, sobre aquel que tanto la había despreciado, le producía un placer insólito. Luego, tras vaciar su vejiga, solía llorar y en sus lágrimas se juntaban tanto el resentimiento, como la vergüenza y el verdadero duelo por el difunto que le acompañó el resto de su vida.


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