lunes, 21 de febrero de 2011

PRELUDIOS

Decir “te quiero” es trivial. “Te necesito”, deprimente. “Te deseo”, pretencioso. ¿Por qué me quieres? ¿Para qué me necesitas? ¿En qué consiste tu deseo? No todo son frases hechas y una vida predecible. Me gusta hurgar, mirar debajo de las camas, correr las cortinas de los baños ajenos y observar qué tipo de champú se utiliza en cada casa. Yo te quiero, aunque sea un misterio de dónde nace este sentimiento. Quizás se trate únicamente de una jugarreta química que me lleva a ti, zombi, por los pasillos. Y te necesito, sobre todo para levantarme y mirar a la mujer del espejo y desearle un buen día. Antes de que tú llegaras a mi vida era una irresponsable de mirada desafiante y ánimo de plomo. Y te deseo -sin ti, mis brazos sólo son extremidades y mi piel un tejido que podría abandonar en una esquina, como una serpiente-. Y sigo hurgando, metiendo los pies en los charcos y el dedo en las llagas que supuran. Todo esto, ¿es bastante? Me pregunto. Nos tocamos en los ascensores y nos observamos en los espejos de cuerpo entero. Nos buscamos en el coche detenido en el arcén de una autopista, y los haces de luces de otros coches nos multiplican. Nos acariciamos en el cine, con los ojos clavados en la pantalla. Cocinas para mí y me observas comer sin acompañarme -me haces una foto mientras me chupo los dedos-. ¿Por qué te quiero? ¿Cuánto te quiero? ¿Puede el dolor ser una forma de amar? No te necesito ahora, porque estás conmigo. Ahí detrás, tumbado en la cama. Me llamas. ¿Qué haces? Te escribo una carta. No te lo crees. Escribo todo lo que no te digo, el ronroneo inexacto de esta cabeza loca. No, no te necesito. Cállate, me molestas, me incordias -me tiras un cojín, que yo esquivo e ignoro-. No te necesito ahora, pero te necesito mañana, o en cuanto te alejes diez metros y cierres una puerta. Ahí todo se desmorona. ¿Se puede medir el deseo? ¿Con qué medida? ¿Con qué instrumento? Yo te deseo con los músculos agarrotados y el corazón desbocado. ¿Es suficiente? Te estás poniendo muy pesado. Me giro y te observo. Y mientras tanto escribo en el teclado. Sí, no dejo de escribir, a pesar de ese gesto que haces con el dedo índice, de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás. Claro que te entiendo. No, no soy estúpida. Ya voy, ya voy… Dejo el ordenador sin apagar y corro a tus brazos. Luego acabaré mi/tu carta. Tu cuerpo es una alacena, el taller de un artesano, un montón de hojas secas que el viento desordenará de un soplido. Me agarro. Me agarro a ti y me dejo llevar. Rodamos despacio y deprisa, despacio y deprisa. Danzamos como dos planetas. Y ahora, entrelazados, nos fundimos en un solo volumen, estático y rotundo.

JCA